
Quienes crecimos entre la pintoresca clase media intelectual del AMBA nos sentimos conminados a dar testimonio de un mundo que está desapareciendo a velocidad de vértigo. Imágenes de eternas jornadas de infinitos dieciséis-de-septiembre-por-la-Noche-de-los-Lápices nos persiguen en sueños, y nos despiertan a la mitad de la noche envueltos en transpiración. La banda sonora de esos sueños siempre es Rasguña las piedras. Nos sentimos como ciudadanos de dos mundos. Es la vieja cuestión: el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer y, en el medio, surgen todas las monstruosidades.
Quizás alguien recuerde, como yo, un tipo de discusión que era común en aquellos años febrilmente politizados de sentimientos setentistas residuales. En las mismas aulas en las que hoy los adolescentes ven lascivamente brainrot italiano y culos en la lupita de ig, nosotros debatíamos variantes del mismo tema: ¿El hombre es egoísta o generoso por naturaleza? De las diferentes respuestas se seguían conclusiones sobre el rol ideal del Estado y sobre la importancia de la economía. Sería extenso enumerar los infinitos proyectos e ingenierías sociales, y las mil y una utopías políticas que surgían de esas agotadoras jornadas juveniles en que fuimos descubriendo, a la vez, quiénes habían sido Jean-Jacques Rousseau y Marx y qué era la paja. Agustín Laje contó que sus primeros pasos en la política fueron una reacción al zurdaje de las secundarias argentinas. Lo que pasaba en esas aulas no reviste solo un interés evocatorio: está decidiendo el destino del país.
Habitualmente había dos bandos en esas discusiones. En un exabrupto de romanticismo germánico, Werner Sombart escribió hace más de cien años que los dos polos opuestos que mueven la historia humana universal son la naturaleza burguesa y la naturaleza erótica. En los extremos de la discusión secundaril también estaban, por un lado, los severos Conscientes de la Escasez y, por el otro, los generosos Amantes de la Abundancia. Si administrar significa ahorrar, amar significa derrochar. En otras palabras, estaban los fachos y los zurdos, respectivamente. Ahora crecimos, y todavía hay quien cree que las teorías y razones que ensayaba cada uno de los bandos para justificar sus creencias tienen alguna importancia. Es obvio que no es así. Antes que un asunto de convicciones, el conflicto en la Argentina viene de instintos opuestos. La cosa es igual en el mundo adulto, en el que se mueven algunos de los ya crecidos participantes de aquellas entrañables discusiones. La división es clarísima entre los intelectuales y especialistas de las ciencias sociales.
Podemos darles muchos nombres distintos a los bandos: los Derrochadores y los Austeros; los Subjetivos y los Objetivos; las Almas Bellas y los Realistas; los Concretos y los Abstractos; los Presentes y los Futuros; los Espontáneos y los Previsores; los Altruistas y los Egoístas. Son tipos ideales de personalidad, con correspondencia sólo aproximada con personas del mundo real. Los dos tipos tienen sus respectivas preferencias intelectuales, y por eso las teorías que les gustan son distintas. Los Subjetivos son imaginativos y gustan de las asociaciones de ideas libres y creativas. Son típicamente poetas, artistas, intelectuales de las humanidades y las ciencias sociales. Aman la poesía y el palabrerío hasta el extremo de la pedantería y el absurdo. La utopía de los Subjetivos es la República Mágica de las Almas Bellas. Acá hay unas líneas memorables de Damián Selci, intendente kirchnerista de Hurlingham que estudió Letras en la UBA:
“En efecto, si la política no se trata del individualismo, se trata del Otro. La preeminencia conceptual del Otro ya era convencional en la filosofía, en el psicoanálisis y en la ética contemporáneas; pero en el pensamiento político sólo resultó inevitable a raíz de la formulación única que suministró Cristina Fernández de Kirchner. Porque si hay una nueva lógica política […] ella ha de ser la lógica de la militancia, que se rige por lo que llamamos el principio de no-individualidad […] [establecido] a partir del acontecimiento que aún significa Cristina […]. Todo lo que hemos dicho en este libro se inspiró en la sincronización de dos enunciados alejados en todo excepto en sus secuelas: ‘yo es otro’ (sinonimia que Arthur Rimbaud inventó en su famosa correspondencia con el poeta Demeny) y ‘la Patria es el otro’” (La organización permanente, III).
En el bando opuesto al de los Subjetivos están los Objetivos. Buenos ejemplos son los profesionales serios y honestos y los ciudadanos republicanos, muchas veces radicales, miembros dignos de la clase media argentina. Pienso en Ricardo López Murphy, por caso. Los Objetivos desconfían de las asociaciones creativas de ideas por ser acientíficas y poéticas. Su evangelio es el de la Escasez y la racionalización de la conducta para adaptarse a ella. Todo es rigor y el aire es casi irrespirable; si no por el olor a porro, sí por la falta de oxígeno. Típicamente son empresarios pyme y demás hombres de negocios menores, financistas, economistas ortodoxos y contadores.
En contraste con los Subjetivos, intentan convencerse a sí mismos de que su voz y sus deseos no importan porque lo que dicta la realidad es lo fundamental, pese a que los propios deseos son también parte de ella. Para los Objetivos, la realidad es que el mundo no es un paraíso donde se cumplen todos nuestros caprichos subjetivos: hay que trabajar, y el trabajo es duro. Por culpa de este mundo de trabajo duro fue que el subjetivo Mark Fisher se corcheó hace unos años. Uno no puede evitar pensar en el mote que Carlyle puso a la Economía victoriana: la ciencia lúgubre, la dismal science. Una amiga que pertenece a este extremo libidinal me expresó muy concisamente su perspectiva: me dijo que a los jóvenes argentinos de izquierda no les entra en la cabeza el concepto de trade-off. Acá hay unas líneas de Hayek para ilustrar el rigor que se exige en el mundo de los Objetivos:
“Todo esto es el resultado de la victoria de la regla obligatoria y abstracta de conducta individual como método de coordinación social por sobre las metas y los deseos humanos espontáneos. Este desarrollo hizo posible la existencia tanto de la Sociedad Abierta como de la libertad individual. Los socialistas tienen el apoyo de los instintos espontáneos innatos, mientras que la conservación de la nueva riqueza, que crea nuevas ambiciones, requiere una disciplina adquirida. Los bárbaros no domesticados que viven entre nosotros, que se consideran quejosamente a sí mismos ‘alienados’, se rehúsan a aceptar esa disciplina, aunque quieren gozar de todos sus beneficios” (New Studies in Philosophy, Politics, Economics and the History of Ideas, cap. 5).
Tengo que confesar que a mí no se me ocurrió esta tipología de las personalidades. Soy demasiado burgués como para ser tan creativo; mi imaginación está demasiado embotada por el trato cotidiano con la Argentina Objetiva. Todo esto me fue sugerido por un amigo la última vez que lo vi, hace una semana, en el encuentro de un grupo de estudio de graduados de Puan y FSOC que se reúne cada quince días en un café de Almagro para debatir la “subjetividad moderna”. Escribo la expresión entre comillas porque en realidad no sé muy bien qué significa. Cada vez que voy suele hablarse de que antes, en el siglo XX, existían “ciudadanos” que se preocupaban por la “vida en común” del “Estado-nación moderno”. Ahora, dicen, solo existen individuos y consumidores. Tengo la impresión de que todo esto solo quiere expresar una gran tristeza y frustración porque ya no tienen becas del CONICET; pero, a la vez, sé que esta impresión es la vulgar ocurrencia de un burgués y me avergüenzo de ella.
Mi amigo, el que me sugirió las ideas de más arriba, es distinto a la mayor parte del grupo. Él estaba inquieto desde hacía meses, con la mirada perdida, callado, con dificultades para expresarse. Es egresado del Nacional de Buenos Aires y estudió Sociología en la UBA. Todos intuimos que está destinado a grandes cosas, pero jamás se decide a nada y nunca puede explicarse bien. La tarde en que lo vi por última vez estaba especialmente nervioso. Decía que había encontrado algo, que tenía la solución. Cuando le pregunté de qué hablaba me dijo que ya no podía hablar, que estaba más allá de las palabras. Me dio unas cuantas hojas con texto escrito a mano y me dijo que todo estaba en ese ensayo. No volví a verlo desde entonces y estoy empezando a preocuparme de que quizás se haya suicidado.

Sé que mi amigo venía dándole vueltas a las ideas del ensayo desde la época en que debatía utopías políticas con sus compañeros del Nacio, en los recreos y en las horas libres. Siempre tuvo ganas de escribir un proyecto de utopía social que pudiese cambiar la historia y hacerlo famoso. A continuación transcribo el texto del ensayo, manteniendo sus subtítulos originales y su nota al pie. Omito el prólogo, que introducía la tipología de las personalidades que yo ya expliqué más arriba. No se entendía nada y creo que mi paráfrasis es, si no mejor, al menos comprensible. En su prólogo estaba todo expresado en una terminología abstrusa de progresismo porteño: muchas reflexiones sobre el goce, el deseo, el erotismo, las máquinas deseantes, el fetichismo, el goce peronista.
El Estado desarrollista cerrado: elementos de economía política
Confesiones de un alma bella, licenciada en Sociología de la UBA y egresada del CNBA, sobre el país que pudo ser y no fue
La identidad argentina, entre las naciones del mundo, está asociada a los logros culturales y literarios y al deporte, especialmente al fulbo. El Diego, Messi, Borges y el tango. Las personalidades innovadoras de este país, cuyos instintos rectores son como en todos lados los de los Subjetivos, solo hallaron abiertas las relativamente inofensivas puertas de la cultura o el deporte. Nuestra tesis es la siguiente: los Subjetivos argentinos, las personas creativas, se estancaron en lo que llamaremos intimismo familiero. La otra cara de esta tesis es que los Objetivos, al contrario, se volvieron excesivamente rígidos, disciplinados y sumisos bajo el peso aplastante de la realidad y sus dictados. En ambos bandos existe un moralismo puritano: entre los Subjetivos, el de la empatía y la represión moral de la agresividad; entre los Objetivos, el del prestigio y la represión de toda espontaneidad para aportar valor a la sociedad.
Nosotros no descubrimos estas tesis: tienen antecedentes. Arturo Jauretche, un mediocre sociólogo pero un buen polemista, célebremente habló del medio pelo y la tilinguería de la clase media argentina. Describía a la Argentina Objetiva. Los Objetivos y sus voceros siempre desprecian todo plebeyismo grasa autóctono y quieren ser más como “la realidad”, o sea, como cualquier cosa imponente que llegue desde afuera, es decir, que sea “objetiva”. Por eso se les cae la bombacha cuando leen el currículum de alguien que tiene un PhD de Harvard.
“[C]uando en realidad se trata de aplicar pautas de imitación de otro grupo de pertenencia, la observación de las pautas es religiosa. Como no hay autenticidad, las pautas no nacen del grupo; será más acertado decir que el grupo nace de las pautas, porque éstas crean la imagen del status, y lógicamente sólo por éstas se logra la apariencia de pertenecer al mismo […]. Con lo dicho basta para señalar que la práctica puntillosa de las pautas es esencial al ‘medio pelo’” (El medio pelo en la sociedad argentina, cap. XII).
Francis Fukuyama escribió un monumental y olvidable libro titulado Confianza en que distingue a las sociedades donde la gente tiene confianza solamente en el ámbito familiar, de las sociedades donde la confianza alcanza también a la vida pública. Ejemplos de las primeras sociedades familiares son, para él, Italia, España o Argentina. Ejemplos de las segundas sociedades son Estados Unidos o Japón. Esta tesis, que puede escucharse de cualquier panelista cuasi-analfabeto de LN+, encaja con nuestra tesis principal: la creatividad argentina se estancó en el onanismo recluido en la privacidad doméstica de la familia, el grupito de amigos o la redacción de reviews de películas en Letterboxd. Esta proposición sorprenderá a los Subjetivos, que creen ser generosos defensores de “lo público” frente al egoísmo privado neoliberal. Pero recuérdese que cuando los Subjetivos hablan de “lo público” entienden “lo que es compartido por mi círculo de amigos del Nacio”. Lamentablemente, esta última afirmación delata que nuestra tesis tiene otro antecedente más contemporáneo: el sociólogo post-kirchnerista Contrarreforma.
La exposición de nuestras tesis evita sistemática y deliberadamente caer en el absurdo romántico de buena parte del peronismo y del “pensamiento nacional”, que después de tres palabras y de la intención declarada de tratar con la “realidad concreta” se pierde en el terreno mágico y sublime de la “ontología” buscando al “ser nacional”. No vamos a hablar ni del “ser nacional” ni de la inexistente “filosofía argentina”, ni de la excepcionalidad de nuestro país, y tampoco vamos a examinar por qué los argentinos son amigueros y tienen a Messi, a Francisco, al peronismo y al dulce de leche. En una palabra, no hacemos ninguna concesión al organicismo místico del romanticismo nacionalista.
Dos elites en pugna: por qué los políticos del siglo XX cagaron el siglo XXI
Las clases medias intelectuales de CABA que surgieron como elites alternativas a la tilinguería juegan un juego absurdo por ver quién tiene más calle y quién adopta hábitos más distintos a los de los chetos y más parecidos a los de las clases bajas, como si fumar porro en una esquina de Villa Crespo fuera algo que te curte y te hace muy poronga, o como si ayudara a los pobres. Su vida intelectual pasa por la poesía pedorra, la profundidad performática y sensible y la defensa de una cosa muy abstracta a la que llaman “industria nacional” o “desarrollo”, que siempre evoca imágenes de los 50s de la industria metal-mecánica sacadas de una fotocopia de ICSE, de la última vez que leyeron algo de historia. Últimamente están volviendo al emblema argentino del siglo XX: la música intimista y conchita del tango, compuesta por tipos que se quedaron tristes toda la vida porque una mina no les dio bola en la adolescencia.
Lo mejor que esta gente tuvo fue la posibilidad de hacer algo productivo con sus vidas, no impedida por una socialización forzada en colegios privados desde los 2 años y jornadas de doble escolaridad hasta los 18. Pero el potencial duerme el sueño de los siglos. Y, por otra parte, la hostilidad y la rigidez casi sádica y performática de los Objetivos también les cierran todas las puertas. Son violentos y brutos y no pueden entender cómo puede existir gente tan maricona en el mundo como los Subjetivos. Los ciudadanos útiles y productivos de nuestro país son los que más cerca están de tener los instintos puros de los Objetivos. Son siervos de la gleba, como los productores del campo a los que esquilman abusivamente uno tras otro todos los gobiernos, del signo que sean; su incapacidad para encontrar alguna solución delata que son gente poco imaginativa y poco innovadora. Por mucho menos, pueblos más enérgicos hicieron revoluciones violentas.
Las elites que representan a los sectores productivos del país se componen de gurúes de las competitivas facultades de Economía y de Finanzas. Son los tilingos por excelencia, chantas y vivos, con una bipolaridad insólita que combina rasgos de los Subjetivos y los Objetivos. Llamaremos a su modo de ser el Histrionismo Objetivista; es ejemplificado por el Javo, por Sturzenegger, y por Hegel antes que ellos. El rol del Histrionismo Objetivista en el mundo es identificarse subjetiva, personal y esquizofrénicamente con el curso impersonal y objetivo de algún proceso de la realidad, sea el mercado o la historia universal, para allanar el camino hacia el Mundo Objetivo y el Fin de la Historia y para conseguir cargos políticos e influencia personal.
Al contrario que las elites de los Subjetivos, las elites de los Objetivos sienten una reverencia temerosa por todo lo que tenga aroma a universidad de la Ivy League o a primer mundo e instituciones creíbles, y una desconfianza innata hacia toda obra de la imaginación o hacia cualquier atisbo de pensamiento que vaya más allá de la estéril demostración del teorema de Gauss-Markov. El resultado de esta bipolaridad de elites que expolian a los siervos productivos es el provincianismo sistemático que se respira en cada rincón de la Argentina, que da la sensación de que se vive bajo el sistema de castas del rígido gremio de artesanos de una aldea medieval del Sacro Imperio Romano, y que manda que se debe ser o bien un hagovero fumaporro o bien un clon de Beltrán Briones, pero nada más ni menos que eso. Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente, dice Borges en un famoso poema sobre el origen mítico de Buenos Aires. Tal cual: es el país más barrial y pueblerino de la historia humana.
Tenemos a los personajes: ahora veamos el drama.
Origen de la neurosis argentina y esbozo del proyecto para un Estado desarrollista cerrado
En la época en que los asuntos nacionales todavía importaban, un país podía tener una “identidad cultural” espontánea que hiciera que la vida no fuese un eterno desplazarse desde casa al laburo y prender la tele para ver cómo los políticos viven a costa de tu miseria personal. La disciplina de los Objetivos podía complementarse con la creatividad de los Subjetivos, ya sea para incrementar la productividad de la economía o para dedicarse a las llamadas “producciones culturales”. La utopía del Estado Desarrollista Cerrado no fue nunca la de las grises fábricas sudasiáticas de milagros económicos del siglo XX. En nuestra utopía tenían que poderse asignar eficientemente las aptitudes y capacidades de todos.
Uno de los más grandes escritores de América, Herman Melville, pudo mantenerse del salario de inspector de aduanas mientras escribía sus libros. Si hubiese prendido la televisión y escuchado 24/7 que todo lo que no es productivo es una mierda, hubiera decidido resignar sus ambiciones y conseguir un trabajo pedorro en el sector privado en lugar de escribir Moby Dick, una sola de cuyas páginas ha aumentado más el bienestar de la humanidad que al menos la mitad de los puestos de trabajo creados en toda la historia argentina. Hoy te quieren convencer de que eso hubiera sido más útil para “la sociedad”. En el Estado Desarrollista Cerrado con asignación eficiente y razonable de los recursos humanos, los Subjetivos más realistas hubieran podido dedicarse a la innovación industrial o comercial, y los más soñadores e inconformistas a la ciencia pura, la literatura, la música o la poesía. No hubiera habido una medición de pijas constante de los Objetivos diciendo a los Subjetivos que son vagos, ñoquis e inútiles, y los Subjetivos burlándose de los Objetivos por brutos, burros, feos, virgos, pelados por el estrés o amargados.
La explicación del drama nacional es sencilla. Todos los problemas argentinos no se agotan en la inflación. Tuvimos un drama con nuestra identidad y orgullo personales y, por extensión, con nuestra identidad colectiva. El problema de la “identidad cultural” fue solo esto. El peronismo y el radicalismo tempranos eran solamente plebeyismo: fueron impulsos fallidos e irreflexivos de hacer del país algo más natural que el impostado modo de vida de la Universidad Torcuato Di Tella, donde se le dice “semestre” a lo que todo hijo de vecino conoce como un vulgar cuatrimestre, o se le dice “A” a un 10. Ahora el peronismo y el radicalismo están desapareciendo porque lógicamente a nadie le importan las naciones en el siglo XXI, cuando a través del celular tenés acceso en dos segundos a pornografía cosmopolita: ucraniana, turca, libanesa.
El drama nacional surge por la interacción entre los dos tipos ideales de personalidad. No somos la primera sociedad a la que le cuesta resolver tensiones psíquicas y aspiraciones disímiles de su población. El enfrentamiento argentino entre ciudadanos responsables y genios sublimes se parece un poco al caso modelo alemán, de fines del siglo XVIII y del XIX. Ese enfrentamiento originó el episodio cultural del romanticismo alemán y sus derivados del siglo XX. A fines del siglo XVIII, los ingleses tuvieron una revolución industrial, los franceses tuvieron una revolución política y los alemanes una Revolución Intimista de la Lectura. Una hermosa novela de Julio Verne del siglo XIX lo dice: Los yanquis no tienen rivales en el mundo como mecánicos, y nacen ingenieros como los alemanes nacen metafísicos… esto es, nacen Subjetivos.
Entonces el drama no fue ninguna excepcionalidad argentina. Era inevitable en naciones que adoptaron de repente sistemas de reglas inventados en otra parte y a los que se integraban como “periferia”, como le gustaba decir a la sociología del siglo pasado. El grado de intensidad del drama dependió en todos lados, para usar jocosamente una expresión de Aldo Ferrer, de la densidad nacional: no había grandes tensiones psíquicas si el orgullo nacional era mínimo, las ilusiones eran pocas y la gente era Objetiva, o sea, estaba cómoda convirtiéndose en bestias de carga de la humanidad. Fuimos otra de muchas naciones confrontadas con la decisión de renunciar a formas de vida y costumbres autóctonas, adaptarlas en grados variables, o resistir Viviendo Con Lo Nuestro.
El problema de la Civilización y la Barbarie fue este. Cuando en 1972 Marcelo Diamand escribió el siguiente pasaje célebre, caro al desarrollismo, estaba casi repitiendo los eslóganes del revisionismo histórico línea Rosas-Yrigoyen-Perón sobre la inadecuación del constitucionalismo liberal europeo y la división del trabajo internacional a la realidad concreta argentina:
“[H]emos insistido en que la incapacidad del país de salir de su estancamiento y las recurrentes crisis de las que padece se originan en un divorcio entre las ideas de la sociedad argentina y la realidad. Dichas ideas se derivan de las teorías económicas tradicionales y se basan en propiedades de las estructuras productivas de los países industriales, muy diferentes a las que tiene un país exportador primario en proceso de industrialización como la Argentina” (La estructura productiva desequilibrada y el tipo de cambio).
Ahora bien, quizá al lector le haya surgido ya la más obvia de las preguntas: ¿por qué la genialidad y el derroche creativo se recluyó en este país en la sublime intimidad de la literatura fantástica, la interminable “crítica cultural”, las reflexiones sobre cine en Letterboxd, el realismo mágico, el arte pop, las revistas culturales como Soja, la poesía surrealista, las novelas experimentales?
Enésima reedición del debate del proteccionismo y el libre comercio
Cuando Domingo Cavallo escribió en Volver a crecer, en 1984, que la Argentina era una sociedad de cortesanos carente del espíritu pionero de los hombres de trabajo, decía una verdad. Solo que el sesgo de la ortodoxia económica le impedía ver la realidad: eso no solo fue culpa del proteccionismo, ni del Estado y los empresarios corruptos que viven de los políticos, ni de las personas que prefirieron buscar privilegios antes que trabajar. Con la mayor parte de las personas del sector privado de la Argentina puede hacerse poco y nada más que un país latinoamericano con macro estable como Perú en el que la gente viva para asombrarse del prestigio de un primo que estudió en una universidad de Estados Unidos. Ninguna de las referencias entusiastas a la innovación, el emprendedurismo y las fantásticas perspectivas de la industria de la IA pueden cambiar esto, que jamás se confiesa pero todo el mundo sabe. Que se le corte el chorro de guita a la gente incapaz no crea de la nada gente capaz por mucho que se usen palabras mágicas como “capitalismo”, “libertad” y “propiedad privada”. La ferreriana densidad nacional argentina del siglo pasado se revolvió contra nuestro destino latinoamericano, pero sin poder hacer de él nada mejor que fantasear sueños de grandeza irrealizables.
Este fue el dilema terrible. Exactamente como sostuvo Jauretche, nuestra condición nacional de estancamiento es el resultado natural de los incentivos fijados por todas las costumbres rígidas y la socialización moralista de los Objetivos. Pese a lo mucho que les gusta hablar de la productividad y la innovación, nunca se ocupan de cosas reales y de hechos sino de la eterna optimización de sus currículums. Si el lector cree que es vulgar e indigno invocar el nombre del panfletista Jauretche, y si tiene quizás alguna simpatía hacia la ortodoxia, lo remitimos a la perspectiva ambigua de Vilfredo Pareto respecto del proteccionismo económico (Tratado, §2208 – §2209).1 Esta invocación de autoridad tiene el beneficio de resultar imponente para los adoradores de la Economía neoclásica, siempre embrujados por la matemática, que conocen las contribuciones del autor a su ciencia y deben saber que no se trataba de un hombre soñador y romántico.
La ortodoxia económica fue educada en las virtudes de la innovación y, a la vez, en el respeto del derecho de propiedad privada como condición para la prosperidad. En los papeles, sus convicciones son exactas. Pero la realidad es más penosa. ¿Nunca se pregunta nadie por qué el sector privado argentino, o sea, la vida más allá del Estado, es lo que es? La ortodoxia solo denuncia a la política pero no admite nunca que las personas que acá se benefician de la estabilidad, o bien son en promedio mucho más mediocres y poco innovadoras que las de los países desarrollados… O bien, son representadas y estafadas por mediocres y tilingos. O sea, por las mismas elites de los economistas ortodoxos; profesionales que, por algún motivo, tienen una importancia y un prestigio desmesurados en este país.
¿No estamos en esto igual que en el siglo XIX? Nada se mueve nunca en la Argentina; es un compartimento estanco. Dejemos hablar a Halperín; él sabía que las intuiciones de los Subjetivos eran correctas pese a que sus teorías fuesen equivocadas:
“El interés de los económicamente poderosos en la cosa pública no es ya tan sólo su interés de grupo por asegurar un estado que cumpla con eficacia su función de gendarme del orden interno; es el interés individual de algunos de los miembros de ese grupo por reservarse, con exclusión de otros […], los beneficios del favor oficial” (Revolución y Guerra, 7).
¿Cuál es la salida? ¿Financiar más al CONICET y escribir más poesía? ¿Entender que la patria es el otro, o quizás el Otro? No. No hay buenismo ni romanticismo admisibles. Tampoco es tarea nuestra encontrar ninguna salida a ninguna cosa. Pero en lo concreto, la redistribución del ingreso en contra de los sectores a los que les sirve la estabilidad nunca resultó en nada más que vagos a los que les gusta oír el sonido de su propia voz y vivir a costa de sacar ventajitas, entre ellas cargos políticos. No queremos decir que la redistribución no resultó en nada útil para la sociedad o que genere valor agregado. Eso va de suyo, aunque a nosotros nos da exactamente igual la utilidad de la sociedad. Por algún motivo bizarro ella es la obsesión del siglo XX de posguerra, como si fuera de sentido común que la mejor forma de optimizar la inversión en capital humano sea martillarle la cabeza a toda la población con el verso de la productividad y el valor agregado desde los 2 años.
Desde ya, cualquier perspectiva de crecimiento económico exige seguridad jurídica y garantías de que podrá gozarse de los retornos de las inversiones. Eso requiere estabilidad macro y que se permita a la actividad económica desenvolverse normalmente. En esto no puede inventarse el fuego ni recurrir al amor y la empatía, al patriotismo o al misticismo de la República de las Almas Bellas donde todos se aman entre sí y están unidos por el muy sublime lazo mágico de los corazones. Si la actitud familiera intimista de condenar el individualismo por “egoísta” es mala para la seriedad en todas las actividades, es funesta para la economía.
Supuesto de que exista gente capaz de hacerlo, que la hay, nadie va a dedicar su ingenio a volver productivo ningún emprendimiento solo para tener un retorno peor al que podría tener con otros usos menos tediosos de su tiempo y capital, para fumarse las acusaciones de vendepatria o para no poder caminar por la calle sin que lo afanen. En primer término, esa gente necesita que no se la condene por su egoísmo y por querer destacarse. El empresario no es un héroe y un benefactor social; esta famosa proposición es un extravío mental. Tampoco es razonable esperar que toda la población de un país se dedique a estas cosas, ni despreciar cualesquiera otras actividades, hábito que se importó de las costumbres de los Estados Unidos del siglo XX que, en el extremo opuesto de la Argentina, veneran la vida corporativa como cima de la humanidad, y a los empresarios como ídolos hasta el extremo descarriado de la ideología libertaria.
¿La única salida es Ezeiza?
No sabemos qué vino primero: si la ensoñación romántica o la tilinguería. Tampoco importa. El resultado es un impasse absurdo que lleva décadas y que justifica el juicio fatalista centenario de Martínez Estrada sobre el futuro de la Argentina. Cada día que pasa profundiza los prejucios que impiden todo comercio entre ambos extremos; así será, hasta que finalmente la Argentina sea tragada por las anónimas hordas centroamericanas homogéneas y lo único que se pueda hacer sea narcomenudear. Los hagoveros fumaporro tendrán que hacerse a la idea de que su destino en esta vida es el consumismo cosmopolita y de que su mejor horizonte es intentar conseguir un buen laburo en el sector privado para poder gatillar 400 lucas en invitar a cenar a una mina de Tinder (no de OkCupid). Unos pocos de entre los Subjetivos, los más competitivos y capaces, conseguirán virar hacia el progresismo primermundista, al wokismo de buenos modales, y se convertirán en lo que los estadounidenses llaman liberals. La debacle generalizada se evitará en un par de barrios del país, y algunos se salvarán gracias a las hipocondríacas preocupaciones por la austeridad fiscal que aseguran la prosperidad de los nietos y un consumo futuro que jamás llega y termina yéndose en programas de work and travel y en matrículas estratosféricas de la UdeSA para el ejército de pendejas malcriadas de una elite que tiene muchos hijos por mandato de un catolicismo residual.
Nadie va a ceder terreno, y es natural que así sea. En parte, porque no hay motivos para ceder nada cuando el resultado será con toda seguridad un intento de sacar una ventajita mísera y mezquina por parte de alguien. En parte, también, porque no hay ningún incentivo para actuar en beneficio de “la nación” que, como dijo Borges en un famoso escrito sobre el individualismo argentino, es una abstracción inconcebible, y más todavía en el siglo XXI. Todos hacemos todo lo que hacemos nada más que para conseguir un poquito más de prestigio y popularidad en el patio de la secundaria, a la que nunca abandonamos realmente. El tema de este ensayo pertenece, cada vez más, a los libros de historia. El lector seguro recuerda los soñadores y melancólicos versos salidos de la música conchita del siglo XX, compuestos justo antes de que la bipolaridad argentina estallara en el más autodestructivo y absurdo de todos los episodios de su historia:
Hubo un tiempo en que fui hermoso,
Y fui libre de verdad…
Poco a poco fui creciendo
Y mis fábulas de amor
Se fueron desvaneciendo…
- El pasaje es de suficiente interés como para ser citado en extenso. “Tenemos que considerar efectos [de la protección industrial] que han sido más o menos despreciados por la ciencia económica. Como regla general, los defensores del libre comercio consideraron a los bajos precios como una ventaja para la población en conjunto, mientras que los defensores de la protección los consideraron como un mal. El primer punto de vista es aceptable para cualquiera que tenga en mente al consumo, mientras que el segundo lo es para cualquiera pensando principalmente en la producción. Desde un punto de vista científico, los dos puntos de vista son de poco o nulo valor, dado que se basan en un análisis incompleto de la situación. Un paso adelante en el camino de la ciencia se dio cuando la economía matemática proporcionó una prueba de que, en general, el efecto directo de la protección es la destrucción de la riqueza. Si uno pudiera, sin más, añadir el axioma que muchos economistas dan por sentado, de que cualquier destrucción de la riqueza es ‘mala’, uno podría concluir lógicamente que la protección es ‘mala’. Pero antes de que esta proposición pueda ser afirmada, los efectos económicos y sociales indirectos de la protección tienen que conocerse. Dejando de lado de momento a los últimos, encontramos que la protección transfiere una cierta cantidad de riqueza de una parte de la población A, hacia otra parte B, a través de la destrucción de una cierta cantidad q de riqueza, representando tal cantidad los costos de la operación. Si, como resultado de esta nueva distribución, la producción de riqueza no se incrementa por una cantidad más grande que q, la operación es perjudicial para el conjunto de la población; si se incrementa en una cantidad mayor que q, la operación es económicamente beneficiosa. Esta última posibilidad no puede ser descartada a priori; porque la parte de la población A contiene a los indolentes, los poco activos, y gente que en general es poco dada a las combinaciones creativas”. Una espléndida demostración de sentido común y de sano entendimiento humano, en definitiva. De lo único que se trata es de notar que la protección, en el siglo XX argentino, evidentemente no debe haberse hecho en beneficio de sectores creativos, enérgicos y activos, o de lo contrario el resultado hubiese sido mejor.
Asimismo, lo siguiente. “Tanto librecambistas como proteccionistas, deliberada o inconscientemente, se deslizan desde la consideración de hechos reales hacia las romantizaciones. Para quedarse en el campo lógico-experimental, los librecambistas tendrían que decir ‘Gracias a la destrucción de riqueza, la protección transfiere una cierta cantidad de riqueza de ciertos individuos a otros individuos, y esa transferencia es precisamente lo que los proteccionistas están intentando lograr’. A lo que los proteccionistas deberían responder: ‘Los hechos son tal y como los describen. Nuestro objetivo es, en efecto, transferir riqueza de una parte de la población a otra. Sabemos que tal transferencia destruye cierta cantidad de riqueza. De cualquier forma, la consideramos buena para el país’. Luego, únicamente la experiencia podría mostrar cuál de los dos bandos está más cerca de la realidad”. Esta es la manera sensata de hablar al respecto. Todos los monólogos liberales sobre el sagrado derecho natural metafísico a la propiedad privada o sobre la abstracta soberanía del consumidor, o sobre la eficiencia que habría que respetar religiosamente no se sabe por qué, y todos los igualmente insoportables monólogos kirchno-desarrollisto-heterodoxos sobre la industria nacional y el desarrollo del país y la prosperidad de la República de las Almas Bellas, valen nada al lado de una consideración desprejuiciada de los hechos tal y como son dejando de lado las apelaciones a los sentimientos y las buenas intenciones. ↩︎

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