¿Filosofía nacional? o apuntes para un pensamiento común

Ouroboros, de Liliana Maresca (1991), instalación en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Destruida. Fotografía de Adriana Miranda.
Ouroboros, de Liliana Maresca (1991). Instalación en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Destruida. Fotografía de Adriana Miranda.

Sobre la cuestión de la filosofía nacional

Es ya una sana costumbre del universo filosófico-universitario plantear la cuestión de la Filosofía argentina cada algunos años. Si existe, si es buena, si es importante para nosotros leerla. Un hecho sobresaliente, quizás ya muy conocido, pinta el cuadro de situación: en la carrera de Filosofía, al menos en la UBA, donde tenemos Filosofía de la mente, Filosofía de la animalidad, Filosofía de la Historia, Filosofía de las Ciencias, Filosofía de la Argumentación y un largo etcétera, la materia que nos toca alcanza el liso y llano pensamiento. Para colmo, tenemos que compartirlo: “Pensamiento argentino y latinoamericano”.

La filosofía como disciplina y el pensamiento como actividad

Hace algunos años escribí un texto, más orientado a la comunidad filosófica y más centrado en reivindicar un pensamiento propio de la literatura argentina. Al releerlo me veo indignarme ante lo que percibo como una degradación: por qué hasta los animales tienen filosofía y los argentinos no. Hoy, con una definición más precisa de lo que entiendo por filosofía en la modernidad (una disciplina profesional desarrollada en el marco de la universidad, moldeada a partir de intereses nacionales particulares, pero en muchos aspectos adaptada a partir de un modelo alemán del siglo XIX), creo que lo más interesante que tenemos en nuestro país es efectivamente un pensamiento, y no una filosofía. Aclarar esto es uno de los objetivos del presente texto. 

La filosofía es, en efecto, una disciplina particular con objetivos y medios particulares. Esos objetivos y medios, si bien tienen una tradición previa a las universidades, fueron fuertemente determinados en el siglo XIX, y esto antes que nada por una cuestión de supervivencia: si los filósofos no se profesionalizan, desaparecen. Y dado el gran divorcio entre filosofía y ciencia al comienzo de la modernidad –ya no tiene sentido (más que el propio de la curiosidad histórica) leer la Física de Aristóteles después de Newton–, para acomodarse en la Universidad los filósofos tienen que postularse como necesarios. Esta es quizás la gran operación política (magistral) de Fichte, Hegel, y sus amigos, quienes postulan a la Filosofía como madre de todas las demás áreas del conocimiento, se apropian de las mejores abstracciones y salen a venderse como legitimadores del resto de las disciplinas. Así la epistemología, la lógica y la ética, materias que se dictan en la mayoría de las carreras de una u otra forma, pertenecen a los filósofos. Se trata de las áreas oficiales, públicas, encargadas de subsidiar al complejo de desarrollos metafísico-ontológicos que de verdad importan a la mayor parte del propio nicho, pero poco y nada al resto de la sociedad.

No se trata, sin embargo, de hacer una historia de la filosofía como disciplina institucional. Más vale alcanza con ubicarlo en nuestro particularísimo país –es más, quizás sólo esté hablando de Buenos Aires–, y su desarrollo. Nuestra especificidad, por periféricos y cronológicamente posteriores, puede delimitarse por la negativa de las grandes potencias filosóficas: así como puede haber una tradición alemana, una francesa o una anglosajona, no hay una argentina. Hasta hace algunas décadas, cualquier universitario alemán conocía a Kant, cualquier francés a Descartes (el caso anglosajón funcionó igual, aunque sin reducir su matriz a un nombre propio sino más bien a un método). En Argentina eso nunca se constituyó, y uno puede sospechar de distintas causas: dictaduras, proscripciones, desmantelamientos de la universidad, violentos virajes en la dirección del Estado, simple falta de tiempo y otras yerbas. Es de hecho en nuestro país, y de forma bastante natural, que durante años se habló de la “universidad de las catacumbas”, cuando nuestros intelectuales más importantes daban o recibían clases de forma privada porque las universidades estaban intervenidas. (Una pregunta al margen: ¿cuánto tiempo de democracia y libertad de cátedra hace falta para formar una tradición?); y más allá de eso, tampoco parece ser suficiente. 

Eso no quita que haya intelectuales, y de gran importancia. Lo que no se constituyó es un campo sostenido en torno a la actividad filosófica profesional, y menos aún que eso se haya transmitido de generación en generación. Si hay un importante pensamiento argentino está constituido por profesionales, disciplinas y soportes comunicativos totalmente diversos. Profesionales: gente de Letras, arquitectos, musicólogos, historiadores, escritores. Soportes: revistas, ensayos, conferencias, películas, poemas. Si esos distintos actores del campo intelectual interactúan e intercambian, es de forma discontinua e irregular; lo que los cohesiona es una serie de problemas comunes. Dichos problemas son justamente los que hacen importante leer estos textos, y los que configuran lo que propiamente llamamos “pensamiento”: más allá de la disciplina de la que vienen sus autores, los textos más interesantes enfocan problemas centrales de nuestro país y de nuestra vida en común. Hablemos brevemente de algunos de ellos. 

Problemas comunes

¿Cómo identificar un problema? La cuestión no es sencilla, pero se pueden proponer algunas guías. En general, los principales cambios sociales determinan cosas que no vimos venir, o que no supimos pensar. Entidades y discursos imposibles hace unos años que hoy no somos capaces de refutar. Más acá de los grandes cambios políticos, esa transformación cultural nos obliga a revisar el entramado de nuestras certezas: ¿Qué pasó entre el 54% de apoyo a Cristina y su encarcelamiento prácticamente sin movilización? ¿Entre el movimiento woke y la publicidad que reivindica los jeans/genes de Sidney Sweeney? ¿Entre la larga toma de 2010 de la Facultad de Filosofía y Letras y la caída estrepitosa de su matrícula? Los problemas son infinitos, pero arriesguemos tres –a mi entender centrales– que tienen antecedentes en nuestra escritura: estatalidad, revolución y figuras del intelectual.

1. El pensamiento estatal

A comienzos del siglo XXI, Ignacio Lewkowicz empieza a escribir y formar grupos de estudio en torno a una idea principal: en los ‘90, la soberanía estatal en Argentina dejó de existir. El punto de inflexión está puesto en la reforma del ‘94, en que por primera vez aparece la noción de “consumidor” reemplazando a la de “ciudadano”. A partir de ese momento como marca simbólica, rastrea un deterioro, pero sobre todo una transformación en las funciones, de las instituciones estatales más importantes: las escuelas pasan de educar a ser guarderías, las cárceles depósitos de pobres, etcétera. Esto tiene importantes consecuencias en la subjetividad post-estatal. Si la dialéctica modernismo-posmodernismo estaba fundada en una discusión respecto del Estado (su fundamentación o su crítica, respectivamente), lo que vino después fue la fluidez de un mundo no-institucionalizado. Sus reflexiones principales al respecto se volcaron en un libro central de comienzos de siglo: Pensar sin Estado. Su pensamiento resonó especialmente con el estallido social del 2001, donde las asambleas, fábricas recuperadas y demás propuestas autonomistas promovieron la posibilidad de una nueva forma de hacer política. 

Ignacio Lewcowicz (1961-2004)

Lewkowicz murió trágicamente en 2004, pero muchos colegas y discípulos de él siguieron escribiendo en esta veta. Casi en simultáneo a su muerte, el surgimiento del kirchnerismo con su atención a la militancia y su relación con la intelectualidad puso fuertes condicionamientos a esta reflexión. Ante la ola progresista latinoamericana dejaba de ser tan obvia la tesis del Estado como una entidad al mero servicio del mercado; se hablaba nuevamente de soberanía. Esta cuestión se reflejó en dos derivas principales: una estatalista impulsada por Sebastián Abad y Mariana Cantarelli y otra autonomista reflejada en autores como Diego Sztulwark y Pablo Hupert. En el primer caso, la continuación del pensamiento de tradición contractualista moderna apuntaba a la necesidad de formar agentes estatales: una pedagogía del funcionario de Estado. En el segundo caso, se entendía al gobierno kirchnerista como un aparato de mera gestión y contención de conflictos, más orientado a desactivar focos de resistencia que a llevar a cabo las transformaciones radicales que pregonaba.

La cuestión del Estado fue uno de los ejes de polarización del ámbito intelectual, entre muchos otros, durante el kirchnerismo. No sólo en una cuestión personal anti o pro-régimen, si no en una forma de entender el lugar y la función del progresismo político en la historia. El liberalismo mileísta participa de alguna manera en ese debate con un éxito tal que transforma la discusión misma: la visión del Estado como un caldo de cultivo de corrupción y acomodo es una de las cartas fuertes en la batalla cultural. Ahora bien, esa persuasión masiva tiene como condición de origen el agotamiento de la política del período 2015-2023, y ese rechazo absoluto a la lógica estatal difícilmente sea sostenible. ¿O cuánto va a perdurar un país sin inversión en salud, educación, cultura, desarrollo urbano, etcétera? Pensar los años venideros implica reconstruir algún tipo de lógica estatal, tanto en su aspecto de desarrollo material como de lazo social y comunitario, y para eso es clave el recurso a textos como los mencionados hasta acá. 

2. La izquierda revolucionaria

Al comienzo de Sublunar, entre el kirchnerismo y la revolución, el historiador Javier Trímboli recuerda cómo la revista Contorno nació de un intento de pensar la relación entre peronismo y revolución. Digamos que la primera puesta en práctica de una respuesta convocante, Montoneros, fue arrasada por la dictadura del ‘76. La cuestión siguió en declive las décadas siguientes, y no retomó centralidad hasta avanzado el kirchnerismo. Hay un vínculo innegable entre izquierda e intelectualidad en nuestra historia reciente, tal como lo desarrolla Oscar Terán en Nuestros años sesentas, y lo representa la ex-maoísta estelar Beatriz Sarlo; la pregunta es qué pasa con ese vínculo una vez que cayó el muro y ya nadie quiere hacer la revolución. 

El ensayo más importante del siglo XXI se refiere a este tema: Silvia Schwarzböck dedica Los espantos a pensar la postdictadura, los efectos políticos y estéticos de haber arrasado la posibilidad de una vida de izquierda. El texto no vale sólo por su sutileza conceptual para describir el perverso movimiento por el que el poder económico gana la disputa (instaura un modelo económico y elimina a los actores que lo ponían en duda) pero se disfraza de perdedor (el pueblo puede festejar el nacimiento de la democracia). Además de esto, Schwarzböck desarrolla esta argumentación apoyándose en textos marginales en reconocimiento, pero centrales en lucidez, de la historia intelectual argentina. Quizás el más pregnante sea Fogwill, que prácticamente es el responsable de la intuición que estructura todo el libro (la estafa de la democracia, que no sería más que una postdictadura), pero se reúnen allí otros escritores como Martín Gambarotta, Alberto Laiseca y Carlos Correas. De esta manera Schwarzböck construye una especie de contra-canon, no centrado en la Filosofía sino en el ensayismo y la literatura, del que se sirve para escribir el texto más propiamente filosófico del siglo. 

Los espantos, de Silvia Schwarzböck (2015).
Los espantos, de Silvia Schwarzböck (2015).

Fogwill fue un excelente narrador, pero también dedicó gran parte de su atención a escrutar la realidad social. De hecho, de esas lecturas del devenir histórico argentino salen algunos de sus mejores textos de ficción: En otro orden de cosas, Vivir afuera, Los pichiciegos. Ese tipo de escritura le permite poner a un conscripto muerto de frío en un pozo mugriento de las Islas Malvinas a reflexionar sobre la posibilidad de votar a Firmenich en las elecciones del ‘83. Sin embargo, también escribió varios de los mejores ensayos de su época, artículos provocadores sobre cuestiones que van de la herencia semántica de la dictadura al aborto, del rock a las estafas del mundo editorial. Ahora bien, todos estos temas no dejan de tener de fondo un problema común: qué lugar queda para el pensamiento nacional cuando no existe la posibilidad de acción política. En este punto Fogwill se pervierte: sabe que perdió, que todos perdimos, y prefiere hacerlo de la mejor manera posible. Como desarrolla en su serie de textos sobre la democracia, cuando la cultura se convierte en administración supuestamente elevada del tiempo libre y se separa de su fin social –es decir, transformar o condicionar la realidad, crear y hacer circular ideas significativas–, los intelectuales pasan a ser en su mayoría unos condenados a opinar de actualidad, a manejar los términos de moda, a armar kioscos para poder vivir. Leer a Fogwill es un antídoto contra eso: motiva la búsqueda constante por poner al pensamiento en función de algo más allá de ganar algo, sea dinero o reconocimiento.

Fogwill por su muerte, y Schwarzböck por razones no tan fáciles de adivinar, ambos llevaron sus lecturas hasta el límite del kirchnerismo. Los espantos, a pesar de estar publicado en 2015, detiene su análisis antes del triunfo de Néstor Kirchner. Se presentan dos opciones: o bien todo continúa igual –el kirchnerismo es una fase más de la posdictadura–, o bien cambia algo sustancial que escapa al alcance del libro. La actualidad política parece favorecer la primera, o al menos le baja el precio a la radicalidad de la segunda. Sea por impericia, falta de voluntad o simple superioridad de los adversarios, el peronismo del siglo XXI hoy está golpeado. La desorientación aumenta ante el hecho escalofriante de que no hubo traición (como con Menem) ni golpe (como con Perón). Esta vez el peronismo tuvo hasta segunda oportunidad con Fernández e igual salió mal; no hay a quién echarle la culpa. 

Schwarzböck no se pronuncia al respecto, pero sí lo hace un poeta obsesionado con la realidad política. El año pasado se publicaron las prosas reunidas de Martín Gambarotta bajo el nombre de Literatura de base, y además de hablar de su canon poético nacional, integra varios textos sobre la izquierda peronista y la actualidad política. Gambarotta entiende la realidad como un mundo en conflicto, y si el enfrentamiento deja de tener su tónica en la política (es decir, deja de estar enmarcada en los parámetros revolucionarios) es porque ésta es trasladada a la cultura. No porque estos ámbitos estén disociados, sino porque hay momentos en que uno se refugia en el otro. Su ejemplo paradigmático son Los redondos, esa máquina identitaria que formó a una masa de jóvenes durante casi veinte años, desde el margen hacia el centro. En este sentido, es innegable la actualidad de esta serie de textos escritos siempre en tiempo presente, de los ‘90 hasta hoy, en un momento en que la presidencia se jacta de haber ganado la batalla cultural y poder patear al enemigo en el piso.  

Por último, esta línea de pensamiento tiene su figura más joven en Damián Selci, de algún modo discípulo de Gambarotta y hoy intendente camporista de Hurlingham. En sus dos textos teóricos, Teoría de la militancia y La organización permanente, Selci aboga por retomar la acción política de base como una consolidación de la responsabilidad de la sociedad por su propio presente. El segundo de ellos, quizás el más filosóficamente denso, se centra en algo que debería ser de mayor interés para los jóvenes de hoy: cómo combatir la tendencia disolvente de la filosofía posmoderna con miras a una construcción política orientada hacia la justicia social. Si los cancheros de redes sociales pueden disfrutar de tirarle dardos a Selci por marxista, por progre o por haber comenzado su carrera en la crítica literaria, es porque no tienen ningún tipo de responsabilidad más allá de sus cuentas bancarias ni perspectiva de construir nada colectivo a futuro. La necesidad de reconstrucción cultural y comunitaria que atravesamos hoy nos demanda a su vez una teoría acorde.

3. ¿Intelectuales? ¿Para qué?

No es difícil percibir hoy un clima de antiintelectualismo: las facultades de humanidades están vacías, en general se pide reducir la exigencia; los supuestos intelectuales que opinan en medios lo hacen más bien para dar un aura de autoridad a reflexiones boludas sobre fútbol o farándula; hasta Rebord se siente autorizado a hablar de metafísica. Incluso los más pretenciosos aceptan sin peros la lógica del bait. Sin embargo, toda esta tendencia señala su propio límite en una circularidad que no satisface a nadie: se lee poco porque se publican cosas malas, se escribe poco porque no te leen, etcétera. Como todas las modas hoy, ésta se va a terminar antes de haber formado subjetividades memorables; ya están apareciendo revistas, publicaciones y nombres que entusiasman. En este punto, recordar nombres me interesa más por su creatividad para la política cultural que por recrear sus discusiones. Dicho de otra manera, me parece importante recordar que Federico Monjeau hizo una revista sobre música contemporánea de altísima calidad como fue Lulú, que Punto de vista duró treinta años y comenzó en dictadura, o que la revista Mancilla terminó hace menos de diez años y publicó textos geniales de muchísimos autores que son hoy, para mí al menos, lo más parecido a una centralidad que nos precede. 

No me parece tan importante, en cambio, el clásico tema del “rol del intelectual”, o al menos no como un debate a retomar en los términos previos, dado el corte abrupto que hay con el pasado en este aspecto. Esta cuestión, en su faceta más clásica, tuvo en muchos casos la tendencia a relacionar al intelectual con un universo en el que debía insertarse: cómo ser vanguardia política, cómo hacer entrismo en los movimientos de masas, cómo posicionarse en la Universidad. En resumen, como decíamos respecto de la Filosofía, voluntades de institucionalización y profesionalización. Esto no es necesariamente algo malo, que se entienda: la institucionalización es importante en determinados momentos, sobre todo en momentos en que hay instituciones. En nuestro tiempo no nos corresponde insertarnos en lugares, básicamente porque no los hay. Toca inventarlos, y ese proceso consiste en un esfuerzo complejo de socialización, producción, escritura y, de nuevo, definición de problemas relevantes. Hay que encontrar los problemas comunes y hacerlos circular, más que encontrar su inscripción institucional o, dicho vulgarmente, armar un kiosco.

Volviendo a las experiencias como Lulú, Punto de vista o Mancilla, se pueden delimitar algunos objetivos intelectuales para la actualidad, que sí me interesan en este sentido de construcción de espacios y definición de problemas: 

  • La escritura sobre música académica (en particular contemporánea y argentina) de Monjeau y los colaboradores de Lulú tuvo entre sus objetivos uno muy particular: formar una audiencia. En esto la revista no era la única encargada, sino que era acompañada por distintos cursos y conferencias en espacios no especializados como el Goethe Institut o el Club de Cultura Socialista. El intelectual debe retomar hoy el rol pedagógico de poner en común reflexiones propias y relevantes de un área relativamente compleja para el público no especializado. 
  • Es reconocida la tarea de Beatriz Sarlo y otros intelectuales en la conformación de un canon; el caso paradigmático es Saer. La revisión crítica, sea desde la perspectiva que sea, de las obras de la actualidad es una tarea necesaria para discriminar lo interesante de lo no-interesante, para entender algo sobre lo que somos y lo que podemos esperar. En este punto, lo canónico es secundario: hoy nos debemos una revisión honesta y furiosa, es decir no amiguista, de lo que se está produciendo en las distintas disciplinas que conforman ese campo llamado “cultura”.
  • En tercer lugar, creo que toda revista o proyecto de este tipo tienen un objetivo valioso en cuanto a la configuración de un espacio de socialización. Para escribir hay que leerse entre muchos, escucharse, ver quiénes están enganchados, entender de qué se está hablando. Ese impersonal hoy no está necesariamente dado, y su construcción depende de un esfuerzo voluntario. En ese punto valen las presentaciones, las reuniones, y las fechas como la que organizó a mitad de año la gente de la revista Los años veinte en Galería del Este. Es la tarea de organizarlo, pero también de asistir y tomar con seriedad la lectura del otro. 

Filosofía, ensayo y discusión

Por último, me gustaría decir algo sobre la cuestión de “lo nacional”. Creo que hay que tener cuidado con los títulos demasiado sólidos y unitarios. No porque esté en contra de una identidad nacional, sino porque estas afirmaciones se hacen frecuentemente en los ámbitos institucionales con el fin de instaurar un programa preconcebido, y no de explorar en torno a un problema. Estamos ante un escenario suficientemente precario y adverso como para limitar el pensamiento a lo que nos es legado. La fundación de un canon filosófico nacional puede interesar a las cátedras y profesores con una línea reconocible, pero no zanja ninguna de las cuestiones que nos tenemos que poner a discutir. 

En unas jornadas de filosofía, hace algunos años, un profesor dijo: “hicimos todo mal. Al menos yo, que me dediqué toda mi vida a estudiar a [X filósofo idealista alemán del siglo XIX]. No me paré a pensar que había filósofos argentinos, o nadie me lo dijo”. La queja apuntaba a que había un acervo cultural, algo valioso en lo local por ser local. También dejaba entrever que dedicándose sólo a leer, se le había olvidado pensar. Si se trata de leer a Taborda en vez de a Hegel, no puedo estar menos de acuerdo con su balance. El valor está en la pertinencia que tienen los problemas para nosotros, hayan nacido los conceptos acá, en Europa, o en donde sea. Así como hay conceptos importados que no funcionan, hay conceptos que se hicieron acá y no lo hacen tampoco. El error es creer que aplicar los mismos métodos de investigación y las mismas fórmulas, pero a un argentino en vez de a un alemán, nos va a llevar a algún lado. Se trata de un camino casi seguro para volver a hacer todo mal. 

Salir de nuestro estancamiento no depende de un cambio en el objeto de estudio (así como en Puan siguen inventando Filosofías de Cosas). Depende de lograr un pensamiento que se dirija concretamente al presente en lo que éste tiene de novedoso, complejo y desafiante para nuestras precarias certezas. En este sentido, la cuestión no puede ni empezar a resolverse sin la contribución de una multiplicidad de tradiciones y enfoques diferentes que prioricen una lectura propia por sobre la lógica de mera adhesión a las opiniones hegemónicas. Sólo de esta manera vamos a iniciar un diálogo gracias al cual podamos jactarnos de que eventualmente intentamos pensar.