
El movimiento pendular de las opiniones logró que, después de años de solidaridad redistribucionista, se ponga ahora bastante de moda la idea de que ser bueno moralmente es algo así como seguir las reglas de las instituciones típicas del orden social “occidental” porque así se respeta la libertad y la propiedad de los individuos, creando riqueza y ayudando a los materialmente desfavorecidos en el camino. El sufrimiento se minimiza, quienes vivían peor consiguen vivir mejor gracias a la inventiva de algunos individuos que, a su vez, mejoran su condición por esto; y todos ganan. La moralidad de este arreglo institucional parece intachable. Quizás porque, sobre todo, a la mayoría nos quedó claro que quienes tanto se quejaban de él eran unos chantas que cuidaban, ante todo, su propio bolsillo y los bolsillos de sus amigos. La vieja historia de que los premiados por el orden de mercado nada más “se la llevan toda” y la intuición correspondiente de que hacer plata es moralmente reprensible porque implica que se la estás robando a alguien (a un ser sensible que sufre mucho, etcétera) están, hoy en día, en descrédito. O, en realidad, invertidas.
Ahora parece que llegó el turno de otro tipo de romances a los que, de cualquier manera, es difícil tomar en serio sabiendo que con toda probabilidad están costeados por el oficialismo. Es la época en que garpa un poco más lo que le gusta a la señora de barrio de la provincianísima clase media o media alta del AMBA en proceso de desaparición; la misma señora que alguna vez parecía ver algo alucinante en el llamamiento a cuidar las instituciones. Pero ahora el cuento es un poco más virulento: la última cosa que era ese institucionalismo. Probablemente por esto se consiguió juntar (más o menos) a la señora de barrio con el cancherito que eventualmente hubiera bancado al peronismo más chabacano que pudiese votar, en una mezcla bizarra de dos estilos políticos muy conocidos: el de la credibilidad, seriedad y respetabilidad solemnes requeridas para salvaguardar las Instituciones, y el del arte de la chicana y el canchereo. Este último estilo no me interesa mucho ahora porque ya se habla y se habló demasiado sobre lo ordinario que es el libertarianismo, etcétera. Me parece más interesante cómo, por la sinergia, se transforma el primero de esos estilos.
Todos los que se rasgaban las vestiduras porque algunos hacen quilombo por “la desigualdad” y miran mal a “los ricos” ahora llevan la voz cantante. Apresuradamente tiene que afianzarse un intento de doctrina mil veces más exaltada e intransigente que la de los globos amarillos. Más allá del componente popular del oficialismo, a duras penas puede disimularse que por detrás del griterío, y junto con el hueco dogma fiscal, reaparece la idea de que la conducta moral es la vida regular en el barrio, en la oficina y en la familia (¡monogámica, que ya no estamos en 2018!), de lo que se sigue que el fin último de la existencia humana debe ser la trivialidad metódica, placentera y cómoda; como si, en todo caso, eso fuera posible en la Argentina, sin más, gracias a la estabilidad macroeconómica reciente.
En definitiva, ya no es para nada de piola compadecerse sensibleramente, cual alma bella, por el sufrimiento de los de abajo. Ahora esto implica, potencialmente, la destrucción del país por la imprudencia fiscal. El jipi (tomemos como arquetipo a Grabois) ahora sabe que no está protegido por nadie en el poder ante la opinión que gran parte del pueblo argentino tiene y presumiblemente siempre tuvo sobre él. Esta opinión es, ahora, la opinión moral; quizás esta sea, en verdad, la opinión de los argentinos de bien (entre los que, nobleza obliga, no creo que se cuente el Javo). El relato doctrinal de esta nueva época sanciona al jipi de los tiempos pasados: es un envidioso y un inmoral que no tolera que haya gente que es exitosa en el sector privado.
El progresismo, otra vez
Para decirlo de una vez: sí creo que el igualitarismo en política suele ser hoy, las más de las veces, producto de la envidia. Al menos, en nuestro país. Por eso, si hablamos de moral, jamás puede ser moral ser un envidioso y recubrir la envidia con racionalizaciones. En este sentido, el kirchnerismo y el progresismo nunca fueron morales y su intento de pasar por tales encubría, como queda claro para todos a estas alturas, el intento de ganarles a los de arriba, de ser ellos los ganadores. Es la vieja tradición igualitaria de los argentinos: naides es más que naides, como dijera Pancho Ramírez; esa tradición radical y más tarde peronista. Podemos comprender fácilmente también por qué tantas personas que se movían en ambientes progresistas quedaron desilusionadas y resentidas. Resultó obvio lo que, para el observador imparcial y no-progresista, fue obvio desde el principio: el progresismo era, en general, el cuento de los chicos populares/lindos del colegio diciendo que todos somos iguales y que no hay que juzgar los cuerpos o alguna boludez por el estilo. A nivel nacional, típicamente, esto era representado por el ecosistema CNBA-Pelle; todavía hoy su idea platónica se manifiesta a veces como Axel Kicillof, y creo que parte del odio visceral que alguna gente siente por él viene por este lado (digan lo que digan sobre su gestión). Mientras las almas bellas tenían su momento de fama y heroísmo, los feos/inadaptados/insignificantes seguían siendo feos/inadaptados/insignificantes y ni siquiera se les hacía bullying, lo que al menos permitía que desarrollaran una identidad por la negativa, sino que solo se los ignoraba. Es fácil entender el resentimiento que este progresismo generó en tanta gente que desertó de sus filas y que hoy se está encargando de pasarle factura y de pegarle patadas en el piso, juntándose con sus enemigos de siempre. La venganza de los ciudadanos comunes contra los bajados de Sierra Maestra. Ver una repetición de los setenta en todo esto sería caer en un lugar común con demasiado tufillo a la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo; pero, en fin, los hechos, en la historia, pasan una vez como tragedia y otra vez…, etcétera, etcétera.
El mejor de los mundos posibles
Entonces, volvemos a la doctrina oficial que se apuntala hoy y que, comprensiblemente, parece ser el reverso del igualitarismo pero en versión 2025, bizarra y tiktokera. Las impugnaciones al “capitalismo” solo esconden, parece ser, la vanidad y el egoísmo personales de un par de revoltosos y su espíritu de facción. (Dejemos de lado, por ahora, que esto último parece haber sido rigurosamente verdadero). Y entonces es la oportunidad para que suenen más alto las loas panglossianas, sobre todo del ecosistema Economía-Negocios y cancheros afines: dejate de joder, que el capitalismo es la posta; sacó a no sé cuántos millones de seres humanos de la pobreza, es una máquina de generar riqueza y es el orden moral por excelencia; si no lo aceptás, solo querés ponerle excusas a tus ganas de hacer quilombo motivadas por la envidia. La jerga algo manualesca que hablan los economistas cuando hacen política o, en realidad, siempre que salen de la guía de Econometría, tiene una expresión que sanciona esto con exactitud científica; para los interesados, por añadidura, están disponibles las pruebas con teoría de juegos. Se dice que el intercambio económico no es un juego de suma cero. (Véase, por caso, esta nota, donde Sturze repite este famoso cuento). Es decir, que si alguien “gana” no es porque necesariamente otro “pierde”. O, dicho muy mal y muy rápido: que no es verdad que “los ricos” son malos, que tienen responsabilidad por la desigualdad, y que “se la llevan toda”. O, en los términos liberal-libertarios: “el empresario” es, potencialmente, un “benefactor social” y un héroe, lejos de poder ser objeto de denuncias morales. Incluso a veces llega a afirmarse, en éxtasis místico, que el gigantesco proceso impersonal del mercado resulta tan deslumbrante que es obvio que la misión del mezquino individuo es integrarlo y realizarse en él, en su sublime acción colectiva; este parece ser es el origen de toda moral. Qué importancia pueden tener las quejas de los quilomberos que atribuyen, con arrogancia, mayor valor a su propio juicio, o que creen que el sufrimiento de los pobres se soluciona con buenas intenciones y no entendiendo con frialdad e imparcialidad cómo funciona la economía.
Pero que los economistas o los creyentes en el dogma fiscal crean despachar toda la discusión dando por hecho que nada en la vida social es un juego de suma cero, que todos salen ganando cuando las cosas están en orden y se deja al “sector privado” hacer lo suyo y que los que creen que no y hacen quilombo simplemente son resentidos e inmorales, a lo sumo nos dice algunas cosas interesantes sobre la incapacidad de esta gente para comprenderse a sí misma o para entender las pasiones humanas. En un sentido moral, subjetivo, la competencia sí es un juego de suma cero cuando la gente que compite no se tiene confianza mutua y ni siquiera se conoce entre sí, como pasa al nivel de la economía nacional y, ni hablar, al nivel de la economía global. Ni siquiera el crecimiento económico y la increíble riqueza material que “el capitalismo”, de hecho, sí genera, pueden remediar esta desigualdad, que es la que suele motivar al igualitarismo político en última instancia.
El cuidado del huerto propio
El punto es que hay un tema en la discusión sobre la “conducta moral” que parece que siempre se les escapa a los “liberales” y a los voceros de la reeditada «tradición occidental” y sus instituciones, siempre empeñados en sublimar e hipostasiar la vida social en lugar de explicarla con sencillez: lo moral se refiere ante todo a las intenciones de un individuo en cuanto agente, y no primeramente a si tiene éxito en la vida o no, o a si su conducta multiplica la riqueza o no. Estas consideraciones a lo sumo serán objeto de la ciencia positiva de la Economía. En alguna época, en “Occidente” se hablaba de la diferencia entre los hechos y los valores para evitar, entre otras cosas, que se hiciera proselitismo en las aulas. No veo por qué la deseable atención a la prudencia fiscal debería comprometerse con esa especie de obsesión con el deslumbrante proceso del “mercado”, dotado de un aura excelsa. Esta perspectiva, paradójicamente difundida entre los liberales de hoy, representa un triunfo del bienestar de la especie y del punto de vista colectivo, del puro número, por sobre el punto de vista del individuo; y un triunfo de la acción del conjunto en desmedro de la acción libre del individuo. Es decir, nada distinto de lo que anima al bienestarismo. No tiene sentido predicar la moralidad de normas abstractas e impersonales, como lo son hoy las instituciones de cualquier país para la mayor parte de su población; ni tiene sentido defender la libertad del conjunto. Cuando se dice que un conjunto actúa no se lo dice en un sentido real y concreto sino en sentido figurado, dejando de lado a los hegelianos. El conjunto no tiene conciencia. No se decide ni se enfrenta a dilemas morales. Propiamente hablando, solo los individuos se deciden. El mercado tampoco es libre. Los individuos que lo componen lo son, o no.
Pero hoy, en la Nueva Argentina, hay que servir al prójimo (con bienes de mejor calidad a un mejor precio) y no pretender que el juicio individual puede valer algo frente al mercado si no es canalizando preferencias a través de él. No veo cómo no resulta manifiestamente contradictoria esta actitud vital con la aceptación, entre los economistas al menos, de una teoría subjetiva del valor. Lo que ahora importa moralmente es lo objetivo, los hechos; no la sensiblería y el buenismo, ni la hipócrita preocupación por “los pobres” que es el epítome de la inmoralidad porque, recuérdese, es un mal disfraz para la envidia. La posta ahora es ser realista y no, como antes, quejarse por las injusticias de la realidad.
Dicho sea de paso, la instrucción ética que se basa en las prescripciones de la asombrosa objetividad del proceso de mercado no está muy anclada en la tierra ni es tan adulta y seria, pese a que si hay algo que pretende ser es precisamente realista en contraste con el buenismo K romántico. Hay gente que no necesita hacer plata porque ya la tiene: la herencia, y el respeto del derecho de propiedad y de la institución de la familia, posibilitan esto. Esta gente tendrá escasos incentivos para dejarse obnubilar por la deslumbrante acción impersonal y arrolladora del mercado y para abstenerse de actuar como le place, como tienen que abstenerse quienes, por accidentes de su biografía, dependen existencialmente de lo que el mercado dicta. La sublime moralidad emanada por el orden del libre mercado y la institución de la propiedad privada va a chocarse, ante personas que no están coaccionadas por ellos, con la realidad menos sublime de la indiferencia frente a un cuento estrambótico. Es irracional y absurdo obviar que precisamente el libre mercado, que sí multiplica la riqueza, permite a ciertas personas (muy influyentes en nuestra vida social, por cierto) no tener que prestar demasiada atención a sus exigencias y al yugo de la necesidad impuesto por la escasez. Quizás el vocero panglossiano de las “instituciones occidentales” sí tenga, después de todo, un problema con que el libre mercado posibilite la existencia de personas así, habida cuenta de que cuando no es sencillamente un virgo consumido por el resentimiento que jamás en la vida se sintió libre, suele ser alguien habituado a la soviética vida corporativa. Es muy curioso que el defensor ideológico del “mercado”, del “sector privado” y de “Occidente” suela desconocer sistemáticamente estas consecuencias virtuosas de las instituciones típicas de las sociedades occidentales y suela cifrar su valor más bien en que socializan al individuo y lo hacen respetable, en que le proporcionan la mayor felicidad al mayor número, en que elevan el bienestar material que disfrutan todos, en que le dejan al individuo la libertad de elegir su propio plan de vida (es decir, en los hechos, de trabajar más o menos donde quiera, de ahorrar si puede, de importar bienes de consumo del exterior), y cosas semejantes. Cualquier persona que use su cabeza con normalidad se da cuenta de que lo esencial en lo que hace a la conducta moral tiene que ver con las intenciones, los deseos y la volición de un sujeto, y no con que la conducta real, externa y observable del hombre considerado como objeto se adecúe a ciertas leyes o produzca ciertos resultados y sirva para algo. Por supuesto, cuando digo que cualquier persona normal se da cuenta de esto, excluyo a distintas clases de extraviados mentales: utilitaristas, hegelianos, etcétera, que tendrán algún manual o algún tratado abstruso en el que estaría la verdad que la persona común no puede encontrar en sí misma. Dejemos de lado los versos sublimes y las abstracciones incomprensibles sobre órdenes de cosas deslumbrantes y Necesidades Históricas y volvamos a una comprensión más simple de las cosas.

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