Crecimiento económico para (anti)mandriles

Y cómo atacar la vida cultural en nombre del crecimiento económico puede dejarnos sin cultura y sin crecimiento.

 Hoy en la política argentina todo es macroeconomía. Si la inflación sube o baja, si las reservas del Banco Central son suficientes para defender el esquema de bandas cambiarias, si la deuda tomada con el FMI (por este mismo motivo) es sostenible o no. Nadie diría, tampoco, que esto no es entendible: en un país con una inflación insólitamente alta, en una economía que no crece y con una población empobrecida, el crecimiento económico parece lo más urgente. 

Por eso no hay lugar para los que hablan de otra cosa que no sea la economía. Por poner un caso, no hay lugar para lo que parece lo más superfluo de todo: la cultura. Y tampoco hay plata. Sean las universidades públicas, los organismos de investigación o el cine, la “cultura” argentina que en otra época era objeto de vanidad, una suerte de marca narcisista que nos gustaba llevar en alto estuviésemos o no a su altura, ahora es despreciable. El razonamiento es bien simple. Si el crecimiento económico es la prioridad, y si para crecer se necesita estabilidad macroeconómica, y si para tener estabilidad se necesita superávit fiscal, y si para tener superávit fiscal se necesita no gastar un centavo más en nada que tenga tufillo a intelectualidad… La conclusión es obvia: financiar cultura mata el crecimiento económico. Y viceversa, matar cultura financia el crecimiento económico. 

Como los tiempos son los que son, voy a respetar el dogma nro. 1 de la Argentina mileista: todo es economía. Sí, el crecimiento económico —producir más riqueza y que esa riqueza llegue a más personas— es algo bueno, deseable en sí mismo, y debe ser una prioridad estatal. Pero en algo sí convendría rebelarse, porque creo que este sentido común está profundamente equivocado en el entendimiento nada menos que de la relación entre cultura y crecimiento. Sea el peronismo con su idolatría al mundo del trabajo y las cosas físicas, o el libertarianismo con su obsesión fetiche por las finanzas y la macroeconomía, nadie parece creer que valga la pena defender esa pobre cosa llamada despectivamente la cultura. Mucho menos, darle plata. 

Quizás, sin embargo, se equivoquen. Porque quizás la inútil y superflua cultura sea, en realidad, la materia y sustancia del crecimiento económico. Y con eso puedo haber perdido ya la atención y el respeto de muchos cazamandriles que piensan que la sociedad tiene que consistir en hombres sentados ante un torno, o en buenos empleados ganándose la vida en una multinacional. Pero creo que vale la pena discutirlo, porque si la idea se impone; de que todo lo intelectual es un derroche, un desperdicio innecesario y clasista y algo que daña a los pobres, entonces quizás al final de todo esto logremos una macroeconomía estable. Una buena y sana economía. Como la que tienen nuestros vecinos en Paraguay. O la que tienen en Uganda o en Bangladesh. Pero lo que quizás nunca logremos sea aportar a la materia, a la sustancia del verdadero crecimiento económico: las ideas

II. 

Más bienes y más servicios es lo que entendemos por crecimiento económico. Nuestro pecado, en Argentina, es el estancamiento de más de una década. Entre el 2011 (último año de crecimiento interanual consecutivo, quitando la recuperación de la pandemia) y 2023 (último año con números completos) el PIB per cápita argentino —algo así como la riqueza total generada en ese año, e hipotéticamente, “disponible” por persona—cayó casi un 8%. Es decir, el país producía, en 2023, muchos menos bienes y servicios que en el 2011. Y esto no es un hecho puntual del 2023. Año tras año, Argentina produjo menos. Por tomar algunas comparaciones; en el mismo período, el PIB per cápita de Estados Unidos creció un 24%, el del vecino Chile un 16%, y el de China, ¡100%! Otros países como Alemania crecieron un menos impresionante 9%. Pero Argentina es uno de los pocos países que produjo menos, sin una guerra o catástrofe mediante (sí, la pandemia; pero esta fue global). 

En algo bastante trivial están de acuerdo los economistas: crecer es importante, o deseable, en algún sentido. Salvo que hablemos con un decrecionista —aquellos que, generalmente por un motivo de cuidado ambiental, creen que nuestras sociedades deberían producir menos bienes y servicios en vez de más— casi todos están de acuerdo en esto. Desde los panelistas de cuarta de los programas de TV hasta los magísteres. Se necesitan más caminos e infraestructura (o reponer y preservar la existente), se necesita un acceso más difundido a bienes que las personas contemporáneas parecen percibir como necesarios para la vida (¿quién cree que el aire acondicionado no lo es?), se necesita más comida, etc. —y más en un país con pobreza material tan profunda como la que hay en Argentina—. Todo eso es crecimiento. Sin crecimiento, además, tampoco hay una suba significativa en la recaudación tributaria del Estado, en la riqueza que el Estado puede tomar. Y sin eso no hay ninguna charla de redistribución que sea realmente seria. Economistas de izquierda o derecha acordarían en esto. Otra cosa con la que casi cualquiera estaría de acuerdo es que no hay manera de que una economía con estos niveles de inflación, con cepo cambiario y otras anormalidades crezca. 

Entonces ¡que viva estabilizar la macroeconomía! Con una macro estable, la inversión crece, el empleo crece, producimos más riqueza, somos menos pobres, nos compramos iPhones, licuadoras y autos en cuotas y somos un país desarrollado… ¿O no?

No está mal, entonces, partir de lo elemental: ¿Por qué crecen los países? ¿Por qué la gente que vive en algunos países es rica, y otra no? Mi relato anterior, excesivamente economicista, ofrece una respuesta que a muchos les sonaría, hoy en día, casi intuitiva: un país es rico cuando la gente trabaja más, cuando las empresas invierten más. Discurso de candidato olvidable, manual del streamer político, cháchara leve, inaguantable ya a esta altura. Creo que esta es la idea imperante hoy, en este país: hay que trabajar más. Eso es todo. Simplemente, se trata de quitar del medio la piedra de la inflación que impide el cálculo económico, para dejar que el sector privado haga su magia: recordarte que, o trabajas, o te morís de hambre. 

Salvo que habría que agregar un pequeñísimo comentario: la evidencia no apoya en lo más mínimo esta simplicidad. Fue Robert Solow quién descubrió que el crecimiento en la riqueza de las economías desarrolladas no se agotaba en el crecimiento de las horas humanas trabajadas, o de su stock de capital. La literatura llamó a esto residuo de Solow, y desde entonces, es el misterio que la teoría del crecimiento económico intenta desentrañar. 

En realidad, en un sentido, no es ningún misterio. Descriptivamente sabemos en qué consiste el residuo de Solow: es crecimiento de la productividad. Usar los mismos recursos de mejor manera, para generar más. Trabajando las mismas horas, empleando la misma cantidad de capital físico, es posible producir más si se es más productivo. La productividad es la innovación: es la máquina a vapor, el motor de combustión, o los fertilizantes. Son también simplemente maneras más eficientes de organizar los recursos. Sabemos entonces en qué consiste el crecimiento: mayormente productividad. Lo que no sabemos es porqué algunas sociedades y economías generan las innovaciones que hacen que la productividad crezca, y otras no —algunas sociedades, inteligentemente, copian las innovaciones generadas por otro, se ponen al día, y pueden vivir un tiempo de prestado; pero a nivel global, no habrá mayor riqueza por persona si alguien no innova—.

No hay asidero científico para la idea de que un país se va a hacer rico solo con más trabajo y con más ahorro. Teniendo a un tipo más tiempo frente a un torno o una prensa. Podrás extender la jornada laboral o la edad jubilatoria, traer más personas a trabajar dentro del país, o comprimir mucho el consumo actual, ahorrar más y financiar más inversión futura: ninguno de estos es el motivo por el cual los países crecen más en el largo plazo. No es que no tenga ningún efecto, pero todo efecto es temporario, se diluye al cabo de un tiempo. Si se trata de romperse el lomo laburando, me temo que la lista de países con más horas de trabajo no está encabezada precisamente por las potencias de la innovación y la productividad. Precisamente porque en esos países lo que no se puede hacer con ingenio y eficiencia tiene que hacerse con esfuerzo bruto.    

III.

En el debate no resuelto (y posiblemente, imposible de resolver) sobre cuál es la causa de esos aumentos de la productividad, qué explica ese residuo, algunos autores recientes pusieron el ojo en la cultura. La búsqueda de una variable (construida artificialmente por los investigadores) que explique el gran enriquecimiento producido desde la revolución industrial puede ser un ejercicio vulgar y reduccionista. Pero no hay que pensar que se trata de buscar la causa última que nos de la receta al crecimiento, sino de ver qué nos acerca a responder ese interrogante, y qué no nos acerca —en cuanto a la explicación alternativa más común, la de que las reglas de mercado e instituciones capitalistas generan por sí solas crecimiento, algo se ha dicho ya en otra nota de esta revista—. 

¿En qué sentido son las ideas, y no poner a todo humano en edad laborable frente a un Excel o una bicicleta, lo que crea riqueza? ¿En qué sentido es la cultura? En el sentido muy literal y corpóreo de que es la creatividad humana la que genera invenciones e innovaciones. A esto apuntan Mokyr y McCloskey cuando dicen que es la cultura. Ellos le asignan un rol protagónico a la Ilustración que dio nacimiento a una República de las Letras (contemporánea a la revolución industrial): una sociedad que ponía en alta estima la curiosidad humana, y la libertad personal para satisfacerla a través de la inventiva. De ella salió la máquina de vapor y la química moderna. Yo agregaría que no es coincidencia que algo parecido haya pasado en Alemania hacía finales del siglo XIX. El país que más estimaba las letras, la filosofía y la poesía (¿y qué cosas más inútiles que esas?), el país de la Bildung —término alemán para designar esa amalgama de propósito formativo y realización personal, todo ello a través de la creatividad y la cultura— fue una potencia científica y económica impulsora de una segunda revolución industrial. Nada de esto me parece coincidencia. La Bildung no solo crea geniales poetas y filósofos, sino también químicos, matemáticos y físicos. Y estas son las ideas que el día de mañana pueden encontrar una aplicación útil en algún negocio o industria. Este mismo placer por una libertad que permita satisfacer la curiosidad puede leerse en los pioneros contemporáneos de Silicon Valley, nacido después de los años de hipismo y liberación individual; Steve Jobs menciona que siempre se pensó a sí mismo como una persona interesada en las humanidades.

Esta creatividad no tiene que darse por sentado. En algún sentido, tiene que cultivarse. No quiero decir que la creatividad tenga que incentivarse (porque eso suena muy mecánico; precisamente lo que la creatividad no es) ni que tenga que fomentarse (lo cual suena muy dirigista; como si el Estado o cualquier otra organización pudiese despertarla y darle una dirección); quiero decir que se le tendría que dar espacio. Lo que significa que en algún sentido se la debe resguardar. ¿Resguardar de qué? Por ejemplo, del pauperismo y la necesidad, físicas o mentales; de no tener un minuto libre en el día para aburrirse. Porque, contrario a lo que dice el dicho, la necesidad no es la madre de la invención, sino el aburrimiento y la curiosidad. Es el aburrimiento lo que genera en las personas un esfuerzo por apartarse de la degradación inmediata de los sentidos. Creo que algo así quería decir Adam Smith cuando, en el capítulo 2 de La Riqueza de las Naciones, ilustra la innovación tecnológica contando la parábola de un niño que, para irse a jugar, inventa un mecanismo que lo releve en el trabajo.

IV.

La persuasión crea y deshace ideas y sentidos comunes. Años de decir que la cultura es un gasto inútil, persuadieron a mucha gente en este país de que realmente no vale nada. Quiero aclarar que no estoy hablando de defender el financiamiento a las ciencias exactas y “duras”, aunque también estoy hablando de eso, porque ese punto es aún mucho más obvio y menos discutible. Decir que un actor del sector privado tendrá reticencias para financiar investigación o formación en campos más puros, porque el retorno que pueda sacar de ella es muy incierto, y que entonces debe ser el Estado el que se encargue de generar ese efecto externo positivo: todo eso es archiconocido y bastante intuitivo. Que ese sistema –cuando ha querido implementarse algo así– tenía también sus tensiones es algo cierto (y discutido, acá y acá, en esta misma revista) y que merece su propio debate. El sistema argentino de ciencia y tecnología (por poner un ejemplo, pero lo mismo puede decirse de muchos otros organismos estatales nominalmente abocados a “fomentar la cultura”) a veces parece estar lejos de ser una aristocracia del saber o el arte. Lo que no está nada claro es que sin algún tipo de sistema de mecenazgo (porque se trata, lisa y llanamente, de esto) sea posible algo diferente. 

Pero quería hablar de otra cosa, algo mucho más general, ese otro residuo difícil de cuantificar y que permea a toda la sociedad, que es la natural curiosidad humana y la creatividad para darle una respuesta. Porque, para concluir, habría que decir que si somos persuadidos de adherir a una visión de pauperismo y miseria en la vida, en la que el único fin y horizonte de la existencia consiste en trabajar en el sector privado, en el que no hay lugar ni plata para nada que no sea consumo y tampoco para el ocio, y que hay que eliminar todos los feriados que hacen que el PIB pierda un par de decimales por año; si se nos persuade de esto, es decir, de que en esto consiste y nada más la vida humana, entonces podríamos quedarnos sin cultura y sin crecimiento económico. Porque el crecimiento, como se argumentó en las secciones previas, no es trabajo bruto (¡aunque eso también sea necesario!). Es ante todo inventiva y creatividad; y libertad física, corpórea, para satisfacerla. Precisamente esta libertad es la que no existe en la propuesta “libertaria”. Detrás de toda la grandilocuencia refundacional de Milei, no hay nada más que un hueco dogma fiscal. Prudencia fiscal puede ser mejor que décadas de imprudencia, brotes inflacionarios y devaluaciones, pero por sí sola no garantiza ese élan vital que hace a una sociedad dinámica y expansiva. Sin una dosis de libertad respecto al mercado, no esperes algo mucho más elevado que lo que encontrarías en cualquier metrópolis periférica tercermundista

Elegí el motivo del culto a la vida de trabajo en el sector privado como una idea que daña el crecimiento económico porque está en el eje del clima actual. Pero sería un hipócrita si no dijese que, por muchos años, fue otra idea la que deshizo décadas de crecimiento económico: la idea de que todo lo que nace del mercado es malo, injusto o consiste en alguna forma de explotación. De más está decir (si no quedó claro desde un principio) que me parece a mí que esta mentalidad anti negocios y anti mercado perjudicaron el estado material de este país. Crearon una economía poco dinámica, cerrada y cara. Y aun cuando teníamos un clima mucho más amigable con la cultura y la creatividad, no lo teníamos con el negocio y la iniciativa individual, fuente de un movimiento económico que genera riqueza. Lo que decepciona es que en vez de virar a una posición más sensata respecto de cuál es el rol de los mercados en la economía —que también entienda que si los humanos que lo habitan son aplastados por la necesidad y la estrechez, entonces de mucho no sirven por si solos— se esté virando a una fetichización absoluta del trabajo y el sector privado, como imperativos que excluyen todo lo demás.

Recientemente, muchos se subieron a la ola del Mileismo para reivindicar su lucha contra organismos que consideran rentísticos y corporativos o, en un sentido, oligárquicos. Parte de la objeción es que estos organismos generan un privilegio injustificable. Que recibir plata a cambio de escribir boludeces y no sólo de rendir en el sector privado es, de cierto modo, un privilegio, es verdad. Pero se pasan de progresistas cuando consideran que todo privilegio debe ser eliminado. Y se pasan de inconsistentes cuando olvidan que es un privilegio que ellos mismos gozaron; porque mucha de esta gente nació de los reductos de facultades de humanidades, salvaguardadas del mundo del trabajo. Ahora todos twittean loas y adoraciones al Sector Privado, que redime nuestros años de holgazanería y fiesta populista. Bastante aburrido y viejo.