Crónica INCOMPLETA de la educación emocional de la generación CONICET.
Este relato no quiere ser universal. No pretende ser una evaluación de políticas públicas, no intenta desentrañar los flujos del capital cultural internacional ni reflexionar sobre cómo debería financiarse la ciencia. No es un texto científico; no quiere serlo. Es una narración, parcial y sin pretensiones, sobre cómo vivió y vive un treintañero del conurbano el sistema científico argentino.
A fin de este año se van a cumplir diez desde que supe que gané una beca doctoral CONICET (un email en diciembre del 2015 para el período 2016-2021), instancia que suele ser vista como el inicio de una carrera científica. Buen momento para hacer un balance.
Pero hablar del CONICET siempre es complicado y la primera dificultad radica en explicar qué es. Una sigla difusa, como el INTA o la CONEA, que resuena para buena parte de los argentinos como una dependencia estatal y que para una minoría representa una cosa un poco más definida, la producción científica de nuestro país. Existe un grupo más pequeño aún, asociado al mundo académico-universitario: para ellos —para mi— el CONICET era y es un lugar de trabajo, un empleador, un universo aspiracional, sueños y angustias.
Apuntes biográficos
En los 90s mi viejo, biólogo, entró a trabajar al CONICET como técnico. En concreto, al Instituto de Botánica Darwinion, una de las joyas que tiene Latinoamérica en esa disciplina. “Técnico”: una categoría administrativa para designar a un grupo de profesionales que asisten a los investigadores, especialistas con título de Doctor que son la razón de ser de la institución. Algunos de mis primeros recuerdos son en las bibliotecas, invernaderos y laboratorios de esa mansión de San Isidro donada a principios de siglo XX por un académico y filántropo, Cristóbal Hicken. Hay niños que se crían en casas de padres músicos y saben, desde siempre, cómo está compuesta una orquesta. Otros nacen en el campo y entienden cómo se maneja una estancia. Yo sabía desde chico que había algo que contrataba a algunos pocos que habían estudiado mucho para leer e investigar, para tener ideas, para escribirse con otra gente alrededor del mundo (recuerdo las cartas que llegaban de mil destinos distintos y mi viejo me guardaba estampillas exóticas con nombres de planisferio: Osaka, Minnesota, Helsinki, Kuala Lumpur, Campinas; destinos afines a una fantasía alimentada por Verne y Salgari).
Eran los tiempos de Carlos Menem. El CONICET tenía cerca de 2.000 investigadores y no demasiados técnicos. Los sueldos eran de miseria. Mi viejo ganaba menos que mi vieja, que era docente: eso marcaba el subsuelo que se habitaba. No había material de protección para realizar experimentos: mi padre y otros colegas tuvieron una infección de mercurio y se salvaron, diría Evita, porque Dios favorece a los humildes. Domingo Cavallo mandaba a lavar los platos a los científicos. Conozco la historia de movilización científica en esa década, pero mi experiencia infantil con el desfinanciamiento y la congelación salarial es más dramática que épica: los niños y los pobres recuerdan el arroz y mate cocino sin ficciones de heroísmo. Aparte, quitando los compañeros de mi viejo y exceptuando a los amigos de la familia egresados de la UBA, nadie sabía demasiado del CONICET. Mis compañeritos nunca entendieron bien de qué trabaja mi viejo y, creo, tampoco muchos de sus padres. Menos les importaba el destino de la ciencia en esa época que se debatía entre el hambre y Miami. En casa eso nunca se reprochaba y las broncas estaban destinadas al proyecto menemista. Mi madre, peronista e hija de un irlandés católico y una lituana judía, tenía todo para odiar a lo que vivía como una traición. Nunca la escuché hablar mal de un votante.
Altokirchnerismo y tardokirchnerismo
Comencé a estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires ya avanzada la presidencia de Néstor Kirchner. Eran tiempos brillantes para la matrícula de inscriptos, que seguiría incrementándose hasta el segundo gobierno de CFK. Intuyo que las principales causas son contradictorias. Por un lado, la crisis del 2001 había dejado en claro que la clase media no tenía refugios seguros: al final del día, tanto un abogado como un Licenciado en Letras habían sido reducidos por la misma aplanadora. Por el otro, la rápida recuperación que había comenzado con las políticas duhaldistas se mantenía firme y dejaba margen para soñar. Los sueños post-2001 no tenían paracaídas y quizás por eso es que había casi cuatro veces más ingresantes que hoy, 2025, en esa facultad que llamamos Puan.
Mi generación universitaria, una quinta que empieza años antes y se extiende por lo menos una década después (¿48 a 28 años?), estuvo marcada por otro sueño sin paracaídas: el del científico. La máxima de “mi hijo el Dotor” ahora estaba encarnada en un verdadero doctorado a través de una beca CONICET que llegaría, haciendo los deberes correctos, al final de la carrera universitaria. Hablo de la UBA (y seguramente lo que digo aplique para otras grandes universidades de Argentina: UNC, UNR, UNLP, etc.) y hablo de algunas facultades: Exactas, Filosofía y Letras, Sociales. Los estudiantes éramos una horda —recuerdo las escaleras abarrotadas, las clases escuchadas en el pasillo a través de puertas abiertas— y necesitábamos una legión de docentes que vivían el renacer del CONICET haciendo sus doctorados. Los jefes de cátedra pertenecían a una generación que había vuelto a la Argentina tras la dictadura o, en unos pocos casos, eran los que habían logrado insertarse en la academia en los 90s. Pero los ayudantes eran las jóvenes promesas que, con el rebote post-2001 y el regreso de la inversión estatal en Ciencia y Tecnología, vivían de ser científicos. “Ser científicos” es la denominación formal, pero la frase era “entrar en el CONICET”: lograron ser lo suficientemente buenos como para que les paguen por sus ideas. Ellos eran nuestros héroes.
Un poco porque todo llega tarde a Filosofía y Letras y un poco por la resiliencia del sistema, los pasillos de Puan tuvieron esa conformación identitaria hasta la pandemia: fueron tiempos en donde tener un buen promedio, tener una beca de investigación o un cargo docente estaban acompañados de un aura de triunfo. El apotegma de “una beca llama a otra beca” (muy propio de la academia internacional) era una realidad en la Argentina y quien como estudiante ya estaba en el sistema era mirado con admiración, como se mira a un hermano mayor o un amigo fachero. Eran tiempos meritocráticos en ese mundo extraño que es la academia; con la recuperación económica del primer gobierno kirchnerista la universidad se habitó de los nichos de clase media que en los 90s casi habían desaparecido (pequeños comerciantes, docentes, empleados estatales, profesionales liberales de poco éxito, etc.) y la promesa de un buen sueldo devenido del rendimiento académico tuvo consecuencias muy directas: una buena parte de los estudiantes querían descollar, financiaban con trabajo part-time su investigación, trabajaban ad-honorem en cátedras para sumar antecedentes.
Es necesario que explique el objetivo de todo este esfuerzo, aunque ya lo mencioné: una beca CONICET. El mundo científico-universitario es uno de conocimientos extraños, términos oscuros para los no iniciados. Mal y pronto, una beca doctoral es una suma de dinero otorgada durante cinco años a un egresado universitario por el CONICET a quienes han aplicado a un proceso de concurso para realizar de forma financiada sus estudios doctorales y, tras la selección, lograron quedar entre los mejores candidatos. Hacer un doctorado es el paso inicial para una carrera científica, un trayecto que demanda largos años de estudio y escritura en busca de un descubrimiento en su campo, algo original por decir. Son pocos los que logran comenzar un doctorado y menos los que lo terminan. 1% de la población mundial, se suele decir. En Argentina el CONICET es una de las pocas alternativas para hacer esa carrera. Contra lo que se podría creer, realizar el doctorado con financiamiento que de una u otra forma estatal es la norma en el mundo desarrollado. Entrar en los detalles de cómo financian USA, UK, EU, Israel, Japón o Corea del Sur su formación de recursos científicos sería largo y engorroso, así que espero que simplemente me crean: allí, como en Argentina, la mayor parte de los futuros científicos son producto de algún tipo de inversión pública.
Durante los primeros tres gobiernos kirchneristas el CONICET fue un baluarte discursivo y, en efecto, su presupuesto se incrementó. En perspectiva los números relativos son bastante cómicos, porque el porcentaje del PBI destinado a Ciencia y Técnica siguió siendo patético en comparación aún con países de la región que hoy nos sacan varias cabezas. Pero la base de dónde se partía era terriblemente mala. Antes el CONICET no tenía becarios, su planta permanente de científicos estaba cerrada y sus sueldos estaban congelados: el cambio era notable y profundo. Mi casa fue una de las ganadoras de esa década y de esa inversión: en esos años la dieta se volvió más variada, mis viejos ahorraban y mi hermana y yo estudiábamos trabajando medio tiempo porque el hogar no dependía de nuestros ingresos.
Mi ejemplo familiar es uno entre muchos y esa bonanza (que, por otro lado, nunca excedió en sueldos, subsidios, becas o proyectos a Brasil, México o Chile, por poner ejemplos cercanos) generó una lógica adhesión. No fue solo el dinero. El CONICET volvió a estar en el centro de la escena con motivos discursivos muy arraigados en la Argentina (aún hoy, según indican las encuestas de opinión pública): la ciencia como esencial para el prestigio internacional y como motor del crecimiento nacional. Vale la pena recordar que uno de los cuatro spots televisivos de la campaña presidencial 2011 del Frente para la Victoria (elección donde CFK obtuvo el 54,11 % de los votos en primera vuelta) hablaba precisamente de los científicos repatriados por el CONICET a través del Programa Raíces, lanzado en 2008. La vindicación simbólica contrastó de lleno con la imagen menemista del entonces Ministro de Economía Domingo Cavallo mandando a “lavar los platos” a los científicos. La mejora salarial, la visibilización pública positiva de la labor científica y el regreso, al menos dentro del mundo científico-académico, del título de investigador como una aspiración generó resultados esperables. El sistema científico nacional (que incluye pero supera al CONICET) y sus distintos actores (investigadores, profesionales, técnicos, administrativos) fidelizaron su vínculo con los gobiernos kirchneristas.
Macrismo y el gobierno de Alberto Fernández.
Gané mi beca doctoral con Mauricio Macri llegado al gobierno, cuando aún resonaba una de las frases estrellas de la campaña donde derrotó a Daniel Scioli: “cambiar lo malo y dejar lo bueno”. El CONICET era un caso espinoso desde el punto de vista político: la buena imagen social de los científicos contrastaba con la realidad de un sector abiertamente contrario al macrismo. Esa oposición tenía tres orígenes: la abierta adhesión partidaria personal de buen número de investigadores, una reducción brutal de las partidas asignadas por el plan científico nacional (Plan Argentina Innovadora 2020) que llevó a pasar de 1200 ingresos científicos por año a 400 y un discurso eficientista con vaivenes poco claros. La particularidad de los dos últimos puntos tal vez se encarnan en el único ministro compartido por administraciones de distinto signo tras el regreso de la democracia: Lino Barañao. Barañao, que había sido militante contra el ajuste menemista y el representante del avance científico durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, mantuvo su posición en el gabinete de Mauricio Macri.
El viraje Barañao fue significativo. Los testimonios y notas insisten en que, de cara a las protestas de la comunidad científica, fue el mismo Barañao quien insistió en que era preciso recortar los números del CONICET que él mismo había impulsado. No se trataba de una cuestión económica sino política: ahora era necesario darle otra orientación a la ciencia y ella comenzaba por recortar puestos y asignaciones. Ese discurso contrastaba incluso con sectores de Cambiemos y del PRO que tenían miradas más matizadas respecto del futuro del sistema científico y cultural (organizadas en torno al efímero Grupo Manifiesto y hoy tal vez condensada en la imagen de Pablo Avelluto dialogando alegremente en Futuröck, lugar que años atrás lo regaba de insultos).
Ese desacople entre la formación de recursos y las vacantes efectivas terminó por detonar tras un año de relación turbulenta: en diciembre del 2016 estalló un conflicto en donde el CONICET fue tomado hasta el mismo día de Nochebuena. La mirada sobre los reclamos y el rol de los científicos mutó durante su momento más intenso en lo que fue descrito como una operación mediática: la cobertura periodística de mayor alcance (en ese entonces nucleada en Clarín y TN) pasó de mostrar un fuerte acompañamiento a retratar críticas mordaces que recordaban los destratos vividos en los 90s.
El quiebre marcó, de algún modo, un lugar preeminente de los científicos ahora ya no como representantes de un proyecto nacional (al menos en su pretensión), sino atados a un discurso directamente partidario. De aquí nace el movimiento hacia la política legislativa de Roberto Salvarezza, quien renunció a la presidencia del CONICET en 2015 para luego encabezar las listas de Unidad Ciudadana junto a Fernanda Vallejos en 2017. Sandra Pitta, quien varios años más tarde intentaría con poco éxito y falta de timing el mismo camino, ocuparía durante esos años el lugar de científica cambiemita, una posición minoritaria e incómoda.
En la campaña presidencial del 2019 el CONICET volvió a ser centro del debate. Se prometió volver a invertir en Ciencia y Tecnología, diferencial productivo del país. A los meses de ocupar la presidencia, en su primer discurso frente al Congreso, Alberto Fernández definió su mandato como un “gobierno de científicos”. Menos de veinte días después, en medio de la pandemia COVID-19, comenzaría una extensa cuarentena reseñada habitualmente como una de las más largas del globo. Y así, sin quererlo, Alberto Fernández amplificó algo que sucedió en todo el mundo: la asociación entre lo que se percibió como una crisis mal manejada y los organismos de Ciencia. El «gobierno de científicos» nunca existió bajo ningún término: no hubo una real incorporación al gobierno más allá de unos pocos amigos personales y tampoco hubo un esfuerzo real para recomponer el salario del sector (o cosas más básicas aún, como hacer el grueso del sueldo no dependa de items discrecionales). El gobierno que había llegado para devolver la dignidad al sistema científico dilapidó su imagen frente a la sociedad, no sin antes barnizar sus propios fallos con la pátina que pudo exprimirle a una ciencia golpeada por el proyecto cambiemita.
Paradójicamente, y sin buscarlo, el gobierno de Cambiemos reforzó el lugar de los científicos en la sociedad y puso en el centro de la escena sus reclamos, que fueron inmediatamente respondidos por el gobierno de Fernández. Para principios del 2020 se retomaron como horizonte las cifras de becas e ingresos de los gobiernos kirchneristas. Ocurrió algo similar a lo que pasó en la jóven militancia peronista durante el macrismo, que para 2019 se había extendido ilusionada sobre sectores que nunca ocupó durante el período 2003-2015 (mismos grupos que habían sido acérrimos opositores al kirchnerismo aún en sus mejores momentos): las esperanzas fueron demolidas de tal modo que sus escombros sirvieron para construir algo radicalmente nuevo. El fallido intento de reorganización del CONICET durante el período 2015-2019 despertó, de algún modo, vocaciones científicas asociadas también a la resistencia. Ese heroísmo se sumó brevemente a la fórmula aspiracional del investigador. El desastre de la experiencia 2019-2023, que se asoció rápido y mal a ese deslucido relato épico de la ciencia (y menos a la imagen de prestigio y productividad del kirchnerismo, más potente, más universal), habilitó una nueva aproximación. Mientras que Mauricio Macri hizo campaña con la idea de mejorar al CONICET, Javier Milei declaró con orgullo querer destruirlo. El gobierno de La Libertad Avanza asumió con ese mandato, uno de entre tantos otros que rompen con la tradición engendrada en la Argentina post-2001.
Las cuentas y una nueva fuga de cerebros
Las cifras que puede otorgar una crónica sentimental son poco precisas. Obtener números duros sobre los gastos y rendimientos del sistema científico nacional es una tarea que bordea lo imposible: involucra poner precio a beneficios inmateriales, el derrame de ciencia básica, el incremento de rendimientos profesionales secundarios y los beneficios de una población más calificada. Quizás por esto mismo es que buena parte de las sucesivas defensas del CONICET (y, en general, de la Ciencia y Técnica en Argentina) apelan a la historia de superación personal: casos particulares de científicos exitosos muestran la relevancia de la inversión. A lo largo de los años pero especialmente en la pospandemia este tipo de anécdota comenzó a cosechar más rechazos que adhesiones: los relatos individuales se comenzaron a observar como una prueba del financiamiento público de sueños y deseos privados. La especialización propia de las disciplinas científicas y la decadencia del sistema escolar pergeñada en los 90s (y nunca completamente resuelta) alienta esa mirada: un trabajo científico (o algo más simple: un curriculum científico) no resulta comprensible para el grueso de la población.
No obstante, hay razones económicas relativamente intuitivas para defender al CONICET. Quizás la primera sea observar que una buena parte de su presupuesto tiene origen en créditos blandos otorgados por organismos internacionales: en un país que está fuera del mercado de capitales, el sistema científico argentino es uno de los pocos sectores que accede a divisas extranjeras. El camino se puede recorrer observando que los investigadores son actores que tienen una integración internacional sobresaliente a la que están obligados contractualmente: todo científico tiene que realizar convenios y proyectos con países del primer mundo. No es nada arriesgado sostener que un porcentaje importante del personal del CONICET le genera al tesoro argentino mayores ingresos que erogaciones. Una buena inversión, en pocas palabras.
Todo se vuelve más claro, no obstante, si tomamos en cuenta la llamada “fuga de cerebros». “Si son tan buenos en lo que hacen van a poder encontrar trabajo en el sector privado”, es una frase repetida por la administración de Javier Milei. La declaración sorprende al venir de un proyecto político que se declara globalista pues parece olvidar las redes globales en las que se genera Ciencia y Tecnología y la centralidad que tomó el trabajo remoto tras la pandemia. Hoy, como en la década menemista, los científicos argentinos pueden ubicarse fácilmente en el extranjero; la restricción es una cuestión sentimental, de arraigo y de vocación nacional, un freno acaso invisibilizado por los relatos vocacionales de ascenso social. En efecto, los relatos de superación individual en medio de una sociedad rota generan, además de bronca, una falsa idea de inutilidad mercantil. A diferencia de los 90s hoy reinan el teletrabajo y los nómades digitales: es normal ver doctorandos que en vez de dedicarse a su investigación trabajan para multinacionales tech o pharma a través de contratos precarios que, no obstante, les brindan un salario mayor al que podrían imaginar en Argentina. La India, pero en América del Sur. “Eran otros tiempos, era otra la historia, no había medallas, solo hambre de gloria”, decía la canción de Quilmes para el Mundial 2002. Si hoy la ciencia no nos da hambre de gloria que al menos nos dé dólares por un trabajo precarizado disfrazado de middle management tercerizado para alguna corporación difusa: años de formación y dinero argentino tirado por la cañería frente a privados que están dispuestos a pagar salarios que en la mayoría del G20 son magros acorde al nivel de formación. Nuevas formas de fugas de cerebros, modalidades innovadoras de tirar guita a la basura.
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Durante años quienes habitamos el mundo académico argentino tuvimos un propósito. Trabajar en algo que se disfruta es un privilegio, pero tener una misión es digno de envidia. Una generación del CONICET pudo vivir una combinación casi única: obtener un sueldo digno a cambio de algo que tenía recompensas personales, sociales y nacionales. Alejandro Dolina popularizó eso de que “todo lo que hace el hombre es para levantarse minas” y lo universal de esa frase aplica a los investigadores: tal vez todo lo que hacemos es para ser reconocidos. Durante el ciclo 2003-2023 ese reconocimiento estuvo vivo, sea como realidad o como promesa, sea como compensación material o simbólica. Dos décadas con vaivenes y mutaciones pero con un espíritu similar: estar en el CONICET tenía algo de la promesa de encontrar el amor, la mirada embobada, las noches sin dormir, el dar todo sin límite arrebatados por eso que nos tomó y nos mueve a ser mejores. A veces las parejas se rompen y el amor se termina. El corte llega abrupto pero siempre es la irrupción de movimientos tectónicos que vienen de tiempo atrás. Así se comienza a sentir hoy. Sin amor es difícil quedarse en cualquier lugar, incluso en la propia casa.

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