Eventos inusitados en Buenos Aires: pero también la sensación que decir algo acerca de nuestra generación en tanto tal tiene un gusto como pueril, snob o imbécil. La explicación es sencilla, se la repite por todas partes: la cultura está escindida en muchísimos nichos. Nichos de consumo y de producción. Lo que falta hoy por hoy son las junturas. Buenos Aires no tiene un Bar Moderno, como supo tener, que congregue conjuntos de Jazz moderno, ni una Manzana Loca de poetas y escritores, ni las dos o tres bandas que marcan época. Esa ciudad se hunde en el olvido. Faltan, entonces, las referencias (el punto focal hacia donde todo el mundo mira), de modo que aludir a algo que ocurre, algo que podría adquirir el tenor de un evento generacional exige necesariamente un matiz: todo ocurre para alguien o sólo para algunos.
Una ciudad de nuevos hombres que están nuevamente solos y esperan: desvelados sin nada para hacer en una ciudad que baja los cortinados antes de la medianoche; muchachos y muchachas que, fastidiados de facilidad, resignan el amor y el sexo; un craso recrudecimiento ideológico y la general indiferencia. Nuestra generación.
La soledad y la espera. De los años 30’ a los nuevos 20’.
Sin embargo, el orden de causalidad no está del todo claro: que nuestra generación no tenga referencias relativamente unívocas y claras, que carezca de lugares de reunión para la creatividad y la discusión, ¿se debe a una imposibilidad fáctica o sólo comienza a develar el sitio despejado, la necesidad de crearlos? Verbigracia, para decirlo con una analogía: La modernidad… ¿comienza con Descartes y cierto giro hacia la subjetividad o Descartes es producto de la modernidad?
No es un juego de palabras: en la soledad y la espera de esta ciudad casi dormida apuesto, con esta revista, quizá, a ese primer Descartes. Microtrends existen y sobran: hace falta alguna suerte de Macrotrend o de referencia generacional con capacidad de influencia. Hay que crear las referencias, los grupos, los lugares de encuentro, las películas propias (“…Blowup de Antonioni filma a la generación del 68’…”). Las revistas. Buenos Aires exige, entre otras cosas, por caso, un círculo o un salón literario. Ideas viejas que se renuevan de un plumazo.
Es una época para la voluntad y el optimismo: el estudiante de humanidades, el artista lo pueden todo. Creatividad del sujeto o la modernidad. Sólo nos quedan esas pesadas cadenas que habría que perder. Sus eslabones, que son el derrotismo, la afición por la tristeza y la fundamentación teórica de la melancolía. El cóctel predilecto de Filo y letras.
Pero hay todavía eventos. Hablemos de uno.
Se estrenó hace poco más de tres semanas la película Tiempo de pagar de Felipe Wein, en el Gaumont. Película que aliento a todos a que vean (la proyección termina el jueves próximo). Situémonos: Buenos Aires tiene, ahora mismo, varias revistas de cine. Revistas en papel. Sí. En una de ellas, Nodivaguen, en el volumen XI, se publicó una crítica llamada Tiempo de pensar. Su autor -y amigo muy querido-, Chicho Villalonga, atacaba con desdén dos aspectos cruciales de la película: su imagen ideológica de la Argentina y su aparente desconocimiento del género fílmico. Wein, el director, leyó la crítica de su película y se convocó a un debate que se puede ver acá, y al que asistí.
Tiempo de pagar es una película sobre Richard, un arbolito de la calle Florida. Como la Argentina, Richard toma prestado para pagar sus propias deudas. Deudas impagables. Financia así una suerte de despilfarro dedicado a la joda y a las minas. Su historial infausto lo hace sospechoso de un robo en la cueva para la que trabaja, por lo que se ve obligado a devolver la plata que debe -y la robada- antes de que el dueño de la cueva le haga padecer el escarmiento. Nadie le querrá prestar al insolvente de Richard para repagar lo contraído, por lo que acaba robando: primero, las joyas de una de sus novias (¿los noventa y las privatizaciones?) y, después, la caja de otra cueva (¿Un corralito muy sumamente íntimo?). Bien, hasta ahí la trama.
Algunas cosas que saltan inmediatamente a la vista. Si fuéramos capaces de crear un artificio crítico -o metáfora crítica- que se llamara la imaginación creativa de esta película, es decir, una especie de máquina computacional responsable de la composición de las estructuras de la película, arribaríamos a la siguiente conclusión: la imaginación creativa de Tiempo de pagar es extremadamente limitada (fíjense cuando la vean, en cada punto de la historia, cuáles son las alternativas: verán que siempre se trata de A o B). La trama -y hablo de trama porque es una película de género que subordina todos los otros niveles posibles de análisis al contar la historia- sigue ese rigorismo que imprime a las cosas creativas o artísticas la frecuentación de los talleres literarios o de guión: “aprendan las estructuras, y jueguen dentro de ellas”. No estoy, a priori, en contra de esto. Algunos de los miembros del staff de Nodivaguen me decían algo curioso al respecto, algo que resonaba fuertemente con el modo que tengo de percibir el estado literario de nuestra generación y sus herencias teóricas: el futuro del cine ya no reside en el rupturismo y el abandono de los lenguajes tradicionales. Eso es estrictamente cierto: estamos en los primeros días después de las vanguardias. Es decir, vivimos, como artistas, en una especie de (perdónenme, siempre lo mismo con los post) posvanguardismo que ya no añora la esperanza poshumanista que vivió el siglo XX. No vemos en la disolución de la cultura humanista una liberación; no vemos en la crítica a la subjetividad y la identidad la ruptura con estructuras donde anidaría el poder; no vemos en la deconstrucción (que, según creo, no es más que un fermento teórico de una tendencia que proviene del modo en que se pensaron las vanguardias a sí mismas durante el siglo; lo que haría de Derrida un mero efecto, cosa que le gustaría) ni en la crítica inmanentista algún tipo de rebeldía; ni vemos, por fin, en la crítica al Estado una alternativa. Un buen lugar donde ver esto: la nada que alcanza Godard en Adieu au Langage (2014), la sublime nada de un habla que quiera evitar a toda costa el lenguaje, la gramática y la normatividad. Caminos transitados y agotados. Es cierto. Y nuestra época, por todo esto, añora suelos firmes. Creo que estoy en lo correcto si avizoro que en todos los campos artísticos y teóricos, y en cada discusión que he alcanzado a presenciar o protagonizar se están dando los mismos pasos inciertos y se está cayendo en los mismos errores. Presten atención, por ejemplo, a la siguiente entrada del blog del autor francés Pascal Michon:
El nuevo orden se ejerce por el establecimiento de un desorden permanente, la deslegitimación sistemática de las normas de acción colectiva, tales como los sindicatos, las soberanías populares, los estados o las utopías políticas. El rechazo de toda utopía y la perpetuación de una actitud deconstructivista conducen a un pensamiento totalmente acrítico o anticrítico…
Y continúa más adelante:
En pocos años las críticas en contra de la racionalización, el disciplinamiento, y la administración estática, quedaron inadecuadas en un mundo en el cual la dominación, las desigualdades, los efectos del poder, están asegurados justamente por una falta de disciplina de la vida, desistematización y desestatización de la sociedad.
(El subrayado es mío)
Este estado de desorden permanente en que vivimos es lo que hace tan deseable, tan elocuente una palabra que toda nuestra herencia artística y teórica del siglo XX hace incapaz de pensar: el orden. Me lo decía una profesora de Problemas de literatura argentina: “Nosotros, en el siglo XX, nunca pudimos pensar el orden”. Y esto, fíjense bien, no es ni más ni menos que lo que hablaba con los de Nodivaguen. Porque el género -a través del cual auguran el futuro- es a su modo una suerte de orden dentro de la producción fílmica, algo que vuelve a irradiar expectativa cuando la actitud desterritorializadora, autocuestionadora alcanzó su punto extremo en el no decir (“acrítico o anticrítico”). Si bien me cuesta aceptar sin inconvenientes afirmaciones tales como “Al mundo relativamente estable organizado que había dominado la segunda mitad del siglo XX le siguió un mundo simultáneamente fluido y dividido”, siento que Michon da en el clavo al describir este estado de ánimo en el que nos encontramos: la disolución constante ya pasó y no vemos cómo no caer en las nuevas totalidades, los nuevos autoritarismos.
Ahora vuelvo a la película. Porque hay algo que dice Chicho Villalonga en aquella nota, que tiene su importancia:
La idea que Tiempo de pagar da, es que la argentina, al igual que Richard, no tiene solución. La repercusión de los actos morales no es algo casual dentro del cine de género. Ya sea por el código Hays o por la ideología de ciertos directores, en el cine de género los personajes reciben su merecido. Necesariamente Caracortada, Bowie The Kid y Jose Morán mueren al final… Tiempo de pagar no se piensa a sí misma y a su final amoral
Entiendo que el autor confunde dos aspectos. Número uno: hacerse cargo de cierta imagen que estamos construyendo acerca de la Argentina. Número dos: el cine de género promete sanciones morales a los personajes amorales. En este párrafo, el autor confunde un análisis ideológico con una especie de poética personal (“si se conoce el género, se debe optar por x cosa”). En el debate mencionado, Chicho prolongaba el argumento diciendo que su crítica era formal (no contenidista), que él sólo exigía de una película de género los procedimientos del cine de género, y no una crítica ideológica que nada tiene que ver con las películas. Dicho fácil: no me importa la imagen que das de la Argentina, sólo me importa la película. Como si fueran escindibles, cuando justamente lo más interesante de su crítica radicaba en un posible análisis que vinculara ambos puntos. Y justo en los meses posteriores a la muerte de Sarlo… conviene releer un libro como Literatura y sociedad (1982) para recordar que la crítica ideológica no es una crítica que ignore lo formal, sino que una está profundamente imbricada en la otra.
A ver, démonos un respiro. Hay algo que se debe comprender antes que nada para entendernos a nosotros mismos (a vos, lector, y a todos los que en esta ciudad están pensando y haciendo cosas): tenemos exigencias generacionales. Nuestro modo de leer, de pensar y criticar está cruzado por esas exigencias que son transindividuales. Una de ellas es superar una imagen de la Argentina que viene de tan lejos como Martínez Estrada o, quién sabe, más atrás: la Argentina es un pecado de origen, no tiene solución. Y no se trata sólo de una idea que habría que sacarse de la cabeza en favor de un simple y crédulo optimismo. Se trata precisamente de un yugo estético, de una idea ideológica con una función constructiva perversa en todo lo que creamos y estamos creando hoy en Buenos Aires. Tiempo de pagar está estructurada por esa idea de la Argentina, idea profundamente mistificadora y que funciona como un ancla de las posibilidades artísticas. Y no se trata de finales felices o finales tristes (un final con una sanción moral a Richard no implicaría nada para nosotros, en esta generación). Tampoco se trata, como pensé en su momento -aunque algo de esto se sostiene-, de cambiar de idea, de abandonar la frustración y la melancolía autoinfligida por un simple acto de voluntad para empezar a hacer cosas duraderas nosotros, los de los años XX. No sé. Es algo que se podría sintetizar en una especie de adagio: trascendamos Made in Lanús, por Dios. Es increible lo cansado que me siento de ese derrotismo en el arte.
Ese ideologema fuerza a la película a hacer cosas que no necesita: insistir en la bandera argentina, recaer en cierta función explicativa, filtrar el himno en la banda sonora. Aproximarse por momentos a la alegoría, al personaje representativo. La estructura tan de manual, tan de taller, tan rigurosísima de la trama está justamente construida sobre una ideología que quiere demostrar que las alternativas de la peripecia son escasas, que el destino se asemeja a una fatalidad. Que no hay salida. Todo en el momento en que pudiste juntar los equipos, la guita, la gente para filmar: y de igual forma, no hay salida.
Pero quiero decir algo más. Que un autor de veinte años, el de esa nota de Nodivaguen, como soy yo, otro miembro de esta generación difusa, exija de una película cierto procedimiento narrativo que -confundido o no- relaciona con un cambio de imagen ideológica; más fácil, que un crítico de nuestra generación vea que un cambio en nuestra imagen de la Argentina empieza por una vuelta a un procedimiento tradicional (al inmoral se lo sanciona) no sólo configura -como no percibió el autor de la nota-, como si dijeramos, un «moralismo de la forma», sino que revela uno de los principales riesgos de esta generación en una época de desorden: ansiar, a toda costa, la firmeza y la solidez.
Entre el academicismo de la deconstrucción y el reaccionarismo del género y la identidad hay un lugar posible: confiar en la experiencia y estar a la espera.

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