Cinco contradicciones para entender el ciclo político del postalbertismo en redes.

En su famosa aparición en 678, Beatriz Sarlo despachó a twitter como “la espuma de la espuma de la espuma”. Lo contraponía a Facebook, al que en 2017 percibía acertadamente como más democrático y familiar. Pero los que, como hacía ella, nos dedicamos de una a analizar obsesivamente fenómenos culturales como la literatura estamos habituados a justificar la importancia de la espuma para entender la naturaleza de la sustancia que la engendra. Y pocas cosas han sido más espumantes que el debate sobre la naturaleza del peronismo durante 2024 y 2025, años que quizás serán recordados como el despertar de una nueva y terrible Argentina, pero que a los fines de este artículo, podemos llamar postalbertismo. 

El epicentro de ese debate son un puñado de streamings (Blender, Gelatina, Futurock, Cabaret Voltaire y alguno más marginal) y revistas (Panamá, Dólar Barato, etc.) que tienen su punto de encuentro en twitter. No soy el único que siente que hoy, a punto de iniciar el 2026, ese debate ya cumplió un ciclo, pese a que no ha aparecido otro sustantivamente mejor (mejor = más engagement) para reemplazarlo. El documental (o videoensayo) de Ofelia Fernández, “Cómo ser feliz”, es posiblemente un intento de hacerlo, pero desde la fecha en que escribí este texto hasta su publicación es evidente que no llegó muy lejos en esa dirección. 

Entonces, momento de balance. ¿Qué nos dejó? Poco y nada, y no creo que sea por la falta de talento, formación o inteligencia de muchos de sus participantes más intensos. En un texto publicado un día después de que yo escribiera la primera versión de este, Hernán Vanoli defendió, con su ironía habitual, al peronismo streamer diciendo que “si no existiera habría que inventarlo”, y resaltando el carácter vaporoso de sus intuiciones sobre el peronismo.

Por mi parte, creo que todo movimiento vivo está atravesado por contradicciones, pero hay una frontera compleja entre una dialéctica vital y una antinomia paralizante, y lo que tuvimos con el peronismo streamer es más de lo segundo (y con el peronismo real también pero por otras causas) que de lo primero. Aunque “paralizante” requiere una aclaración: no paralizó la lengua ni la pluma de nadie, sino la concreción del pensamiento. Llamémoslo entonces una antinomia efervescente: habilitó una infinidad de opiniones superficialmente sesudas pero que sin mediar un instante de reflexión o autocrítica, se convertían en su contrario al minuto siguiente.

Las cinco antinomias del peronismo streamer

Exploremos un poco estas antinomias. La primera tiene en uno de sus extremos la militancia entendida como el epicentro de la política y tiene como su antítesis la discusión política por la discusión misma, que también fue llamada más de una vez “hobbismo político” (en general, de forma peyorativa; yo me hago cargo de que este texto puede entrar perfectamente en esa categoría). La apología de la militancia tiene varias raíces y algunas ramificaciones muy específicas, como la muy mentada “teoría de la militancia” (camporista) de Damián Selci, que reflexionó larga y detalladamente sobre esto en dos libros con un bagaje teórico notable. La idea de que militar es la única forma genuina de participación política y que todas las otras son formas degeneradas o como mínimo derivadas y superficiales arrastra tras de sí un montón de problemas. Es, como mínimo, un ideal imposible y totalmente contrario a los instintos de la mayoría de los ciudadanos de cualquier república, que más bien nos preguntamos “¿eso no podría hacerlo otro?”. Además, la militancia, al menos en el peronismo, se vuelve a menudo sinónimo de la obediencia ciega a un líder, que en la mayoría de los casos es Cristina Kirchner. 

En contraste con esto entonces, está la defensa de la libertad de pensamiento y acción (aunque sea una acción, digamos, teórica), que además puede reclamar para sí la independencia de toda pelea por cargos, una acusación de la que la militancia no puede liberarse. La pretendida superioridad moral del militante se vuelve de mínima sospechosa de vano interés o de limitaciones intelectuales. ¿Quiere “la gente” más militantes? No, quiere más Rebord y más jingles. ¿Y los intelectuales? Queremos leer algo interesante y los militantes rara vez lo son.

La tensión entre militantes y librepensadores (o hobbistas) se proyecta sobre otra que quizás, de estas antinomias, es la más inevitable. Me refiero a la tensión entre ideas y personas. ¿Podemos debatir proyectos peronistas sin decir los nombres concretos, vivos, libres de restricciones legales y con al menos alguna electorabilidad que los encarnarían? Mi primera respuesta es que no, no podemos. Pero admito también que llevar todo a una cuestión de nombres (me gusta más Kici que Juangra, cómo la ve Guillote, el nepobaby está cada día más flaco, etc.) es frustrante, desmotivante, y ciertamente aburrido. Estamos, como también se dijo mucho estos dos años, frente a una generación de cincuentones que por un lado no estuvieron nunca al frente del país y que (quizás) merecen su oportunidad, y que por otro lado ya parecen quemados e incapaces de renovar nada. El político de cuarenta / cincuenta y pocos debería ser una combinación virtuosa de renovación y experiencia, pero no es lo que parecen sentir la mayoría de los streamers o editorialistas del presente. Al mismo tiempo, pretender que el peronismo sea un partido de ideas que flotan en el aire hasta que milagrosamente se condensan en un sujeto de carne y hueso es absurdo.

Y de acá vamos a otra antinomia particularmente punzante: la que contrapone una “doctrina” peronista que tendría una serie de contenidos más o menos nítidos a la idea de que el peronismo es, como su fundador, pragmático. Sin duda ambas cosas son ciertas. Yo no soy ningún peronólogo, pero leí algunos textos doctrinales peronistas y no pienso que sean totalmente irrelevantes o anticuados. Por otro lado, casi toda mi infancia (soy del 84) y mi primera adolescencia transcurrió durante el menemismo. La idea de que Menem no era realmente peronista la empecé a escuchar de más grande. ¿Entonces qué? Si aceptamos la relevancia de la doctrina, ¿en qué consiste exactamente? ¿alguien la respetó? Si nos la sacamos de encima, ¿qué defendemos cuando defendemos al peronismo? ¿a Néstor y Cristina? ¿sólo a Néstor? ¿a Moreno? Pongo un ejemplo de mis limitados conocimientos peronistas: en el primer capítulo del Manual de conducción política, Perón dice que Licurgo el espartano fue el primer peronista por repartir la tierra. Yo lo leí y dije: ah, Grabois. No parece haber consenso al respecto.

Y de acá no es difícil saltar a la próxima antinomia: la que opone la prédica a la escucha. La prédica sería una prolongación de la doctrina. El peronismo tiene que identificar su núcleo (esta identificación sería realizada por streamers o editorialistas como yo) y predicarlo, evangelizar hasta que el mensaje de (por ejemplo) industrialismo, nacionalismo, unión colectiva y armonía de clases penetre en un pueblo que equivocó su camino. En la vereda contraria: dejémonos de joder, hay que escuchar a la gente real, que no está pensando en estas abstracciones del siglo XX. La primera posición se encuentra a menudo en una tensión permanente con el progresismo, al punto de que cuando los peronistas basados (esa subespecie tan abundante que parece germinar en cualquier baldosa) se pelean con las feministas no queda claro si es porque 1) son soberbias que quieren imponer un contenido ajeno al corazón del pueblo argentino, que en su visión se parecería más a lo que Moreno tiene en la cabeza, y que necesita una prédica distinta, como mínimo tan exitosa como la suya; 2) son soberbias a un nivel más esencial por la sola idea de querer “bajar línea” en vez de sentarse a escuchar pacientemente. Ambas cosas pueden parecer similares o complementarias, pero no lo son.

Y la prédica llama a la última antinomia: la que opone el absoluto a lo real. El representante del primero sería algo como el Papa Francisco, a quien le tengo mucho aprecio pese a que el mundo que dejó al morir no parece en nada mejor que el que encontró al iniciar su papado. El Absoluto Peronista sería algo como un pueblo unido bajo un Dios, una Patria, un Ejército, una Identidad cultural, etc. El Imperio Austral. Los rituales como la vigilia de Malvinas, que no me cabe duda deben ser extremadamente movilizantes para quienes los han experimentado, son una de sus formas definitivas. Del otro lado, lo real, el corazón de un pueblo precarizado, con un nivel educativo en caída libre y con diez o más años de decadencia ininterrumpida, todos tratando de pagar el alquiler y mirando el precio del dólar como si fuera el nivel de glucosa de un diabético a punto de perder su última pierna. Así vamos al Absoluto: comprando en Temu con Mercadolibre gracias a los dólares baratos que nos imprime Lord Bessent. Trump amenaza y el Vaticano no le va a parar el carro. Los votantes argentinos, tampoco.

Refinar la espuma

Ahora, sé que hay una respuesta fácil para todo esto que muchos peronistas ya habrán formulado desde que empecé a hablar de antinomias: la famosa tercera posición. Los imagino ya, en sus lujosos estudios de streaming, sentados en un sillón con un brandy y diciendo “ja, este idiota no entiende nada del goce”, ese goce imaginario de que el peronista es el alfa y el omega, el todo y la nada, o ni una cosa ni la otra. Ni streamer ni militante: peronista. Soy lo bastante modesto como para admitir que esto sea una posibilidad. Puede que simplemente yo no la vea. Soy, a fin de cuentas, un porteño homosexual adoctrinado en Puan. No fui bautizado. Nunca sentí la vibración de un torno industrial bajo mis manos (bueno, si es que eso se opera con las manos, de lo cual no tengo idea) ni el calor de de un bombo retumbando contra mi panza desnuda llena de choripán en una marcha de la CGT. Será por eso que lo de la tercera posición (que, recordemos, en la guerra fría difícilmente haya sido un “justo medio”), a mi juicio, no aplica ni soluciona realmente nada de lo que enuncié hasta ahora.

Entonces, afinemos la puntería. No sé si son mejores los militantes o librepensadores, los nombres o las ideas, la doctrina o el pragmatismo, la prédica o la escucha, lo absoluto o lo real. Pero no es un delirio, me parece, intentar refinar la calidad de la espuma, sobre todo si es lo único que nos queda.