
Soy parte de la generación que llegó a la edad de la curiosidad cultural justo antes de que se muera el Ares. Poquísimo tiempo después de que aprenda a usarlo, el portal se volvió casi imposible porque todos los archivos que descargaba resultaban tener el ya clásico “Para eliminar toda la publicidad de Ares vaia a doble ú doble ú”. Nunca supe cómo terminaba, porque, claro, para esa altura ya lo había sacado. Los CDs se seguían usando, Spotify aún no existía, y en YouTube era un poco una rareza encontrar álbumes completos en alta definición. Me acuerdo que la primera vez que escuché Dark Side no me terminó de encantar porque se escuchaba como el orto. Era un momento de limbo: todavía no accedíamos a la biblioteca universal a cambio de una humilde suscripción, pero las tiendas de discos de toda la vida ya iban, de a poco, desapareciendo. Para piratear, si tenías más o menos mi edad, probablemente eras medio cagón. Llenar la computadora del laburo de tu viejo de troyanos era un peligro complicado de correr. Conocer cosas, en general, dependía de que alguien más grande te las comente o de encontrarlo de casualidad en internet. Nadie sabía qué carajo era el algoritmo y la única red social masiva era Facebook. Ahí había varias páginas, de cualquier tema, con miles y miles de seguidores y con sus admins, cada uno con un alias virtual, que funcionaban casi como medios especializados. Yo tenía 10 u 11 años cuando empecé a administrar páginas. Hubo varias, pero sólo recuerdo ahora el nombre de una: Yo No Me Drogo, Yo Escucho Pink Floyd. Me hacía llamar -SyD. Armábamos informes, especiales, juegos, rankings, organizábamos las publicaciones semanales. Cada tanto hacíamos Skype con los otros administradores. Eran todos más grandes, y había gente de todas partes de Latinoamérica. Existía suerte de jerarquía entre las páginas, definida por sus seguidores. Si eras buen admin, capaz te hablaban de una página más grande para que te sumes, o les hablabas vos y mandabas un portfolio de tus publicaciones. Yo quería, por ejemplo, llegar a una que se llamaba 60 70 80 90 La Música Que Nunca Muere. A través de esas páginas bizarras administradas por mexicanos gordos, varios pendejos como yo conocimos qué carajo había sido el rock del siglo pasado. A mi, además, me pasaba música mi tío, que me prestaba CDs de rock progresivo, cosa que a los once años se parecía bastante a hablar con Dios.
Escuchar música vieja, para ese momento, era ser un poco un snob. Yo iba a mis primeras matinees con mi remera de The Wall y me quejaba de que pasen Martin Garrix y Don Omar porque me parecía más divertido escuchar Led Zeppelin. En el medio, One Direction, La Champion Liga, Los Wachiturros, Justin Bieber y un larguísimo etcétera. Sin saber qué era la industria cultural ni quién había sido un señor triste, gordo y alemán que escribió la Teoría Estética, nos parecía que todo sonaba a lo mismo, que no tenía alma, que todos iban con la corriente y no sé qué otra cosa más. Desde muy chicos, crecimos con nostalgia de un tiempo lejanísimo en el que no sabíamos bien por qué pero pasaban cosas mejores, porque existían todavía los artistas, la cultura estaba viva, había cosas para inventar (quizás sólo era un pecado de Subjetivo). Mirábamos videos de Woodstock fascinados. Nuestro ingreso al rock como cultura fue, en muchos casos, mediada por las redes o por algún familiar más grande, incluso un padre. Situaciones que, en otro momento, hubieran sido impensadas. No teníamos algo propio en el mundo del rock, por eso, que las bandas viejas sigan tocando se sentía como si hubiera dioses antiguos paseándose por un mundo en ruinas. Nuestra mayor esperanza, para los pocos que aún la teníamos, era encontrar algún digno sucesor: ¿quién iba a resucitar el rock? ¿cómo saber cuando lo encontremos? ¿cuándo fue, exactamente, que el rock se murió?
La respuesta era, para casi todos, la misma. Los noventa fueron la última época de hegemonía real del rock. Para cerrarlos, apareció Radiohead y llevó el género hacia otro lado totalmente distinto, haciendo efectivamente otra cosa. El grunge, el britpop, el punk de Green Day, MTV, el heavy metal post-Black Album, Rage Against The Machine, los grandes festivales, los Red Hot, el skate. Todo parecía, a la distancia y aprendido en Facebook, un canto de cisne. Había otros, más fundamentalistas todavía, que decían que el rock se murió con los ochenta, el glam y los brillitos. En cualquier caso, los noventa habían sido una revuelta furiosa pero impotente para responderle a la prolijidad y el neón de los ochenta. Los noventa tenían ropa grande, descolorida, sucia, desprolija.
Para los que aprendimos a leer y escribir en los dos mil, el siglo pasado parecía haber pasado hace una eternidad. Se habían inventado el indie y el rock alternativo. Para el rockero viejo era todo medio de puto, sino no se explicaba que la misma radio que pasaba a Bruno Mars y a Ed Sheeran pasara también a los Arctic Monkeys. Eran, tenían que ser, toda la misma cagada. Para el resto, los más abiertos, todavía había una pequeña esperanza, que sin embargo con el tiempo fue fusilada.
Sea cual sea la necrología, teníamos claro que el rock era una cosa de museo. Las bandas grandes, las buenas en serio, se habían separado o tenían miembros muertos. A veces ambas. De los ídolos que seguían vigentes quedaban cada vez menos, y ya casi ninguno en condiciones de hacer nueva música seria, buena de verdad. Las bandas de rock fueron lentamente convirtiéndose todas en bandas tributo, de otros o de sí mismas. Vehículos de un arte viejo con un mensaje muerto, montados en una máquina bestial que tiene como único objetivo ganar platita llenando estadios con giras mundiales que incluyen todas las veces los mismos clásicos de hace 50 años. El público que pagaba para alimentar a la máquina estaba cada vez más lejos del artista —para mi, ver a Charly en 2012 fue como ver a un dinosaurio del que había escuchado leyendas. Me sabía todas las canciones, pero no entendía cómo el flaquito de Sui Generis se había transformado en un gordo que tocaba con una pantalla en la que le pasaban la letra como en un karaoke, y todavía tengo que aguantarme ver cómo lo pasean en una silla de ruedas para usarlo de muñeco de cera en eventos culturales y cenas privadas—. En el rock, todo parecía/ce drenado de vitalidad, chato, finiquitado, desaparecido. Hoy la situación es rarísima.
Tuve la suerte de, por laburo, ir a un montón de recitales este año. La gente va muchísimo y gasta muchísima plata. Sueldos mínimos quemados enteros en un Paquete de experiencia especial que viene con un poster pedorro y una pulsera pedorra. Campo delantero, Ultra VIP, Platea Preferencial, Palco. No existen casi las previas: para el recital se acampa para hacer valla y se entra a las 16 horas ni bien abren las puertas. Nadie sabe bien cómo sacar las entradas: hay que bajarse una app, te mandan un código que tenés que cargar en una página que te dará un código con el que entrar a la app y cargar tus entradas con tu mail despues de que te llegue la verificación y de que hayas confirmado el código de tu tarjeta de crédito. Con toda esa burocracia de semana de onboarding en una corpo multinacional, los recitales importantes terminan siendo una juntada de gente con LinkedIn. Este fin de semana fue Oasis, y, si bien estuvo bárbaro, no puedo decir que haya sido la excepción.
Los Gallagher, para nuestra generación, fueron unas de las caras más reconocibles del canto de cisne que fue la cultura del rock de los noventa. Se separaron porque no se aguantaban más, pero seguían en un periodo medianamente fértil para su producción creativa. Parecían, todavía, vivos. Hoy mantienen un resquicio de vitalidad porque son desprolijos, suenan medio mal y tocan las mismas 23 canciones en todos sus recitales porque probablemente no hayan ensayado otras ni tengan ganas de hacerlo. Su vuelta al país, ya lo sabemos, generó una cosa grandísima y muy rara. La ropa Adidas y el bloke-core y las minitas con sus botas texanas y los pilusos y los anteojos redondos eran todos llevados por gente que no tiene ningún recuerdo de Oasis en los noventa. La gente más grande, sorprendida, se ofendió porque en su época era de trolo, porque eran una bandita del montón y ahora actúan como si fuese legendaria. Para nosotros, los que llegamos a la edad de la curiosidad cultural justo antes de que se muera el Ares, tener ídolos que hagan cosas buenas sin parecer un viejo con pañal o un pendejo con cara de tarado significa un montón. Ni hablar de que estén vivos, no muertos ni suicidados, y ni hablar de que encima toquen y en el país. La euforia total y absoluta por la banda británica tiene razones más o menos claras.
Pero hay otra razón que yo creo que movió particularmente la locura del fin de semana pasado: la gente está desesperada por vivir algo histórico, por encontrar un acontecimiento que les vuele la cara con un soplamoco. La antigua dimensión ritual del recital, con las hinchadas de las bandas, los rockeros quebrados que se iban de gira por todo el país acompañando a los músicos, las rolingas que salían con los cantantes, los antros y la falopa, ya se vive con una nostalgia extrañísima. Extrañamos como generación una época que no vivimos y de la que sabemos poco. Todos los boludos con su buso Adidas y su piluso de Oasis fueron a River el fin de semana esperando encontrarse con algo que tenga que ver con eso. Pero, claro, entraron a las cuatro de la tarde ni bien abrieron la puerta, se sacaron su fotito con el cartel encima del escenario y filmaron muy contentos a miles de personas cantándole a Sally, que no puede esperar. Pero el viernes, antes de que toquen los Gallagher, me encontré con otra cosa muy distinta.
Autos Robados tocaba en Niceto. Una banda de rocanrol de estas, nuevas, como Camionero, La Grecia y no sé cuál otra más. A la banda la escucho hace rato, los videos de sus recitales me parecían increíbles. Pero aún así, me daba miedo que el público, más aún en Palermo, esté lleno de estos nuevos cosplayers de rolinga, prolijos y con la ropa rota a propósito, olor a perfume árabe y corte de pelo de barbería. Pero mientras iba llegando, Niceto Vega se tapaba con una nube de humo. Cinco bondis naranjas de escolares tapaban la avenida, y de entre las nubes se escuchaban bombos que cantaban “Oi oi oi oi, oi oi oi oi, Autos Robados rocanrol”. Heladeritas, olor a prensado, y, lo más importante, rolingas originales que parecían conservados en criogenia desde 1996. Si bien te cruzás a alguno atendiendo un Jevi, para verlos en su estado natural tenés que esperar a eventos muy particulares: Los Fundamentalistas, Viejas Locas con el Fachi o la gran vuelta de alguna banda como Los Piojos; todas, como ya dijimos, bandas tributo. En Makena y en Mamita, por ejemplo, ya tenés casi exclusivamente pendejos que escuchan a Luquitas Rodriguez y usan ropa deportiva, como yo, y algún viejo quebrado y medio gatero.
El recital fue realmente un espectáculo. Me fui rasguñado, cagado a palos y cubierto de chivo ajeno. Un éxito. La sensación fue, genuinamente, de ver algo vivo. Pero estas bandas son todavía chicas, y si bien tienen un público muy manija, están lejos de ser un fenómeno masivo. Por eso mismo, igual, tocan en lugares baratos que te venden escabio adentro. Después, todavía, están los tipos con LinkedIn que se van a buscar la contracultura al Movistar Arena o a Airbag en River, los que van a disfrutar del arte de Coldplay o los que hacen cuernitos con la mano en Guns N Roses en Huracán. Con ellos, claro, no tengo ningún problema particular. El problema es quizás cuando nos preguntamos ¿qué fue lo que cambió en los últimos veinticinco años?
Nuestra generación es adicta a los fantasmas: no puede dejar de pajearse con los muertos porque le tiene un miedo terrible a encontrarse con la responsabilidad de estar entre los vivos y hacerse cargo del futuro. Ya se escribió muchísimo sobre la nostalgia y los millennials y los remakes de películas. Esto, creo, es un poco otra cosa. El rock en particular como ejemplo de una cultura de masas bien, que no era tan negra aún siendo popular. Antes era otra cosa, ahora es todo pum ca tum pa tum. Toda gente pendeja, eh, que quiere defender el rock de la misma manera que los viejos pedorros defendían antes el tango. Ir a un recital en River, no hace falta ni que lo diga, no tiene nada de rebelde ni de contracultural. Le tenemos miedo a la revolución, aún si podemos hacerla desde la cama.
El espíritu de la época, el acervo que nos va a tirar para adelante y nos va a definir como generación está necesariamente vivo en algún lado. Evidentemente no lo estamos encontrando todavía. No estoy diciendo que Autos Robados sea Led Zeppelin, y lloré como un nene en Oasis porque pude ver en vivo a unos tipos que eran mis ídolos en uno de los mejores recitales a los que fui. Pero, a vos, que llegaste a la edad de la curiosidad cultural justo antes de que se muera el Ares, y que no entendés por qué cuando existía Cemento todo era mejor y la birra mala era más rica, te pregunto: ¿por qué buscan ustedes entre los muertos al que está vivo?

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