
Todos o casi todos ustedes tienen un alias. Quizás es su nombre, pero no es exactamente su nombre. Encontraron esta revista por alguna red social en la que utilizan algún seudónimo para interactuar con otra gente que conocen o no, y para decir cosas que creen o no, que dirían en persona o no, que defenderán en otro lado o no. Los casos son muchos, pero lo que seguro hacemos todos con nuestro perfil en redes es una actividad performativa.
Todo es performativo, dirán algunos filósofos contemporáneos que no me interesa nombrar; bueno, no, no todo lo es. Sin embargo, en el mundo virtual, somos al menos más conscientes de que toda nuestra actividad está siendo vista por otro. En realidad, nuestra actividad virtual, al menos en redes sociales, está exclusivamente intencionada para ser vista por otro. Creamos un perfil más o menos fiel a lo que entendemos como nuestra realidad física o material, es decir, una representación de nosotros que alojamos en nuestra cabeza. De aquí los términos posser o larpeo: ambos implican una performatividad inauténtica, una impostación forzada de una identidad que no te es propia. Pensar la manera en la que armamos nuestro perfil en redes tiene muchas veces que ver con el marketing de una marca. Es una forma de presentarnos al mundo, no ya al circundante de la gente que vemos todos los días, sino, dicho con fuerza, al mundo entero, potencialmente.
Repito, esto puede estar más o menos pensado, pero es indudable que cuando interactuamos en redes con otros nos mostramos y sabemos que lo hacemos. Esta autoconciencia puede llegar a no extenderse fuera de internet, o al menos no siempre lo hizo. De hacerlo, implicaría que el conjunto de nuestra vida es una representación y nosotros los representantes, —casi como decir que todo es arte o que la vida es tu lienzo, cosas que, espero, no repitan—. Pero para delimitar y entender un poco más estos problemas tenemos que empezar por hacernos una pregunta fundamental.
¿De qué hablamos cuando hablamos de representación?
Vamos a intentar dar una definición pertinente. Para no enroscarse: la palabra viene del latín representatio, que viene a su vez del verbo praesentare junto con el prefijo re, que puede ser o bien repetitivo o intensitivo. Una representación es, brevemente, una copia o una presentación subrayada. De la mezcla de estas dos definiciones, que vienen con sus prohibiciones, porque la humanidad desconfía de la imagen, obtenemos lo que en general referimos como representación.
A la primera la podemos entender desde la crítica platónica de la apariencia: ordenamos valorativamente las cosas según qué tanto tengan de apariencia o verdad, y las cosas materiales son representaciones imperfectas de ideas inteligibles, inesenciales. Existe un ideal auténtico que las cosas solo aspiran a representar de la mejor manera, y esas representaciones son la traducción siempre fallida de algo que es intangible. En el plano del arte, la obra es incluso una copia de copias, porque representa la realidad sensible, que ya es copia de la inteligible. La representación entendida como copia es, para Platón, impotente.
Por otro lado, tenemos la representación judeocristiana, que podemos entender a partir de la prohibición que aparece en el libro del Éxodo. Las representaciones religiosas, al menos, no pueden nunca valer por sí mismas ni estar totalmente cerradas. O sea, no se puede confundir a la imagen con Dios, y la forma no debe ser tan concreta, ya que Dios no tiene forma. Inicialmente, apuntaban a prohibir solamente las estatuas, que se adoraban como ídolos y que tenían demasiada forma y materia. La prohibición al ídolo no se debe a que es una copia, sino a que es presencia plena.
Lo que supo ser el problema de la manifestación de lo eterno y sagrado acabó por configurar la manera en la que entendemos la representación. La imagen no puede ser entendida como valiosa en sí misma, sino que vale por algo que no está ahí pero que sin embargo se hace presente por ella. Tenemos entonces una ausencia que es tan necesaria como la presencia que tenemos delante. En la primera, la griega, podemos decir que hay una ausencia de la cosa, en tanto vemos su copia, y en la versión judeocristiana que hay una ausencia en la cosa, dado que la representación tiene como rasgo fundamental algo que se retira de sí y en sí misma. Las dos tienen una trascendencia constitutiva, que puede ser más o menos absoluta, lejana, pero que es donde la presencia que vemos se ahonda, se vacía, se funda.
En esta tradición, la llamada occidental, la representación permite una apertura a esa trascendencia, contrariamente a como la definieron los modernos, y particularmente Kant, al separar el fenómeno del noúmeno: la cosa es inaccesible en sí misma para nosotros, aparece sólo mediada por las facultades del conocimiento como representación mental, y su existencia permanece como una de sus ideas regulativas. Es decir, hacemos como si existiera un mundo real más allá de lo que nos representamos, pero no tenemos manera de saberlo. Para los modernos, entonces, no hay un puente entre la representación y aquello que lo trasciende, sino que la copia de la cosa en sí, su fenómeno, es a lo único que accedemos
Lo representativo en el arte
Pero dentro de la discusión estética, podemos entender lo representativo también como un régimen, una serie de reglas y preceptos que marcaron la manera de hacer el arte clásico. Desde la poética de Aristóteles, las artes tuvieron su propio concepto de representación que las convertía en un juego entre la idea y la cosa sensible, el público y la obra y lo dicho y lo no dicho. Es acá donde el estagirita corta con la tradición platónica de la mimesis y entiende al arte, no ya como pura imitación, sino como poiético, creativo.
En la modernidad, sin embargo, se produjo lo que podemos llamar la emancipación de la esfera estética. El arte se convierte en una herramienta crítica y para serlo debe tener justamente una separación respecto de la realidad que representa, y pierde también su funcionalidad práctica, como por ejemplo la de los rituales religiosos. Cuando la estética se convierte en una disciplina por sí misma, el arte se empieza a entender como algo autónomo e independiente. L’art pour l’art. Esto, lo sabemos, no fue exclusivo de la estética: en el transcurso de lo que llamamos modernidad, todas las áreas del conocimiento se compartimentaron y escindieron cada vez más, y el individuo también experimentó un desgarro, de sí mismo y del mundo que lo rodea. Un particularismo que se parece más a una herida.
Del lado del espectador, la modernidad tuvo como paradigma la teoría kantiana, luego romántica, de lo bello y lo sublime. En pocas palabras, el juicio de gusto, el estético, con el que definimos si algo es lindo o sublime (algo parecido a lo absoluto, lo sagrado, lo ominoso, lo totalmente superador) debía tener en su base un desinterés. No nos debería importar si el objeto existe o no, ya que no lo queremos usar, sino que sólo deseamos contemplarlo. La autonomía nace como una independencia del consumo de la obra. De otro modo, diríamos que la obra nos resulta agradable, pero no bella; o, si la juzgamos prácticamente, diríamos que es buena. El juicio de lo bello se da entonces por un libre juego de nuestras facultades, que nos hace percibir nuestra infinita libertad.
Lo sublime, en cambio, es definido por Kant como aquello a lo que no logramos terminar de darle forma, pero de lo que sin embargo logramos hacernos una idea. Y como nos hacemos tal idea, eso prueba que tenemos una capacidad para pensar lo suprasensible. Como intentar imaginar un huracán o un fractal y que eso signifique que podemos imaginar a Dios. La cuestión es que, si bien Kant no va a hablar del arte, sino de la naturaleza, utiliza los mismos términos que Burke, quien sí lo hizo; y tales conceptos serán usados luego por Hegel y los filósofos del romanticismo para hacer lo mismo. A partir de allí, intentar representar lo sublime sería el objetivo de muchas de las corrientes que siguieron, incluidas, por ejemplo, las vanguardias. Para representar lo irrepresentable se necesitaba, pensaron ellos, romper las reglas que nos permitían representar lo representable. Esto significaba, claro, una gran dificultad: había que romper con algunos de los limitantes del sujeto, tan tematizados por la modernidad, para acceder al acontecimiento puro, a la cosa en sí. Para eso, había que romper también con otros límites meta-artísticos.

Lo propio del régimen representativo con el que se quería romper era también tener un espacio delimitado. Si bien no existía algo tal como un “mundo del arte”, separado del mundo real, si había un lugar específico donde las cosas sucedían; por ejemplo, en el teatro donde se representaba la tragedia. A pesar de que la obra permitía entender cosas del mundo (lo fundaba para Heidegger), quedaba clara la diferencia entre aquello que era arte y aquello que no, porque en el espacio específico del espectador se tomaba una actitud distinta a la de la vida cotidiana, que permitía la catarsis.
A partir de la ruptura del régimen representativo, con la búsqueda de formas disruptivas con respecto al arte clásico en la modernidad, se disolvió también el límite que separaba las cosas artísticas del resto. El realismo novelesco en la literatura empezó a contar historias a través de la mera descripción de los espacios, equiparando los movimientos de los elementos naturales con los sentimientos de los personajes, haciendo de cualquier cosa digna de representación e interpretación hermenéutica. El amor, la epifanía divina, el soplo del viento, el azul del cielo o cualquier otro detalle del escenario eran relatados por igual. En la pintura, la perspectiva y los cambios de temática y composición generaron efectos parecidos. Sin quitar mérito a ninguna corriente, la difuminación general de las categorías y reglas tradicionales del arte generaron unos cuantos quilombos con los que al día de hoy seguimos lidiando. Veamos algunos.
La categoría de lo sublime, entendida como aquello que no tiene forma, ya sea positiva o negativamente, fue mutando, degradándose. Si en un principio esta era una manera de comprender lo sagrado, una vez eliminada su trascendencia volvería a mordernos el culo como lo terrible. Ya no es la verdad deslumbrante del Bien platónico, sino que son monstruos, tempestades, tormentas, abandono frente a la todopoderosa naturaleza, (pienso en lo sublime kantiano) y, en sus expresiones más exageradas, lo grotesco (pienso en Bataille). Lo sublime dejó de ser lo alto y se volvió exceso, transgresión, y así aparece emparentado más fácilmente a lo bajo. El espectador, por su parte, se enfrenta a esta inversión de dos maneras: la solemnidad y la ironía. O bien un intento de capturar el acontecimiento puro, una pérdida del sujeto autor en un intento de encarnación total, como si se tratase de un profeta inspirado por el espíritu; o bien una toma de distancia absoluta, la conciencia de las limitaciones para expresarse al punto del descuido, del desgano, del sarcasmo. Los estilos, entendidos como una manera de hacer las cosas, no solo el arte, están siempre más de un lado o del otro, si bien, claro, esto es una generalización.
En última instancia, la dificultad para representar lo sublime —era éste el objetivo de la ruptura con el arte clásico— tiene que ver con, valga el cliché morenista, la pérdida del sentido de trascendencia. Lo sagrado no puede ser nunca comprendido por completo, y a esto se refería la prohibición judeocristiana de representarlo acabadamente. Si dijimos que la representación clásica occidental dependía siempre de una ausencia constitutiva, que concede su rasgo fundamental a la presencia representada y donde se cruzan la ausencia de la cosa y la ausencia en la cosa, la imposibilidad de dar cuenta de ella sería lo que ponga en crisis no solo al arte sino a todos nosotros con él. El afuera se convierte en una de las grandes problemáticas de los filósofos contemporáneos. ¿Cómo entender aquello que se nos escapa fundamentalmente en un mundo en el que lo no explicado es tratado ya como un residuo, como un pendiente? ¿Qué hacemos con lo inteligible, lo ideal, lo misterioso, cuando el peso de la materialidad es aplastante?
Una respuesta posible, por ejemplo, fue capturar algo del puro desorden del flujo del tiempo desde ese mismo desorden, como si para entender aquello que es caos, sucesión, movimiento, haya que buscarlo en el mismo caos (pienso en el free jazz). Mientras el arte representativo buscó históricamente erigir o descubrir un orden, el régimen estético, el de la modernidad escindida y la independencia del arte, buscó formas de entender el desorden que encontraban en la vida desde el desorden mismo. Al final del camino, ya sin reglas formales, la afirmación de que todo es arte se vuelve otro gran escollo para la crítica estética, creando el denostativo snobismo. El ánimo, también, era representar la realidad en su presencia pura y simple, como el científico que documenta lo que ve en un experimento. La cosa representada ya no se daba junto con su sentido y su valor —lo ausente—, sino que como pura inmanencia, cerrada en sí misma.
El traslado del ámbito representativo a la vida entera se debe a y genera la aplicación a la experiencia de su rasgo fundamental, de manera inflacionaria: el pacto ficcional. ¿Qué es esto? Uno al ver una obra entiende que no tiene valor documental. Ni siquiera las ficciones históricas dejan de ser “basadas en hechos reales”, nunca el hecho en sí mismo. Lo que importa no es la verosimilitud de la obra, sino la representación; no vale por ser copia de lo representado, sino por esa cosa nueva que surge a partir de la creación artística. Casi a la manera de un dogma de fe, no nos preocupamos por la necesidad o posibilidad de los hechos ficcionales. Omitimos el juicio sobre la existencia de la cosa, no nos importa, si bien lo que allí sucede puede producir efectos reales fuera de la obra. Pero a partir de la toma de distancia de la estética moderna, el factor catártico propio de la representación artística se diluye, y el juicio sobre lo bello se parece más a un gesto masturbatorio que a una declaración sobre lo bueno y lo verdadero.
Aplicar esa misma distancia estética a toda la experiencia produce dos amenazas claras: perdemos el interés por la verdad y su sentido, cayendo en una pasividad relativista; y perdemos también la capacidad de entender el pacto ficcional como una concesión que se le hace a la obra de arte para permitir su representatividad, pidiéndole a las películas que sean realistas, científicamente correctas (pienso en Interstellar) y demás estupideces propias de un niño tonto. O sea, por un lado, tendemos a enfrentar los hechos reales con la indiferencia que le aplicamos al arte, y, por el otro, le pedimos la misma verosimilitud a la obra que a la realidad positiva. Así, el pacto ficcional no es más una forma operativa del arte, sino una actitud general del hombre moderno, atrapado entre el relativismo y el positivismo ambos exagerados. Esto es la inflación de un concepto: pierde su valor originario por estar demasiado difundido.
Por ejemplo, ésta actitud es la que sufrió el arte político de las vanguardias en su intento de conmocionar al espectador para lograr un paso a la acción. Como en sus propios fundamentos tenían al régimen estético de la modernidad, su ruptura con las reglas que permitían la catarsis del arte clásico los condenaron a una contemplación pusilánime, apática. Un arte a-catártico para espectadores escindidos. Esto mismo es lo que sucede también con las fotografías bélicas y de catástrofes.
Obviamente, podemos hablar también de posmodernidad, posverdad y la mar en coche. Las causas y consecuencias de estos fenómenos son múltiples, y las reconstrucciones historiográficas suelen ser más un artefacto para explicar un punto que una explicación absoluta; pero, en este caso, nos permite demostrar que el orden de las cosas ha llegado a ser y podría ser distinto, y echar luz sobre algunos problemas muy actuales. Son conocidos los diagnósticos de, por ejemplo, Debord y Baudrillard, que pueden resumirse más o menos así: los humanos creamos un plano representativo-ficcional que se añade a la realidad que tenemos y acaba por reemplazarla, independizándose de nosotros y del mundo. También podemos añadirle el concepto landiano de hiperstición, que en pocas palabras implica que cuando esas ficciones tienen la suficiente fuerza acaban por convertirse en ciertas también en el plano de lo “real”. Sin dudas ideas que hoy por hoy parecen premonitorias al pensar la cultura de internet.
De más está decir que todo esto lo pensó antes, y mejor, Borges. Particularmente, Ficciones es un festival. Pero no lo menciono para caer en un provincianismo celebratorio y boludo, sino para dejar en claro que estas ideas no surgieron ni recientemente ni con el internet, sino que refieren a una distorsión ya histórica del orden de la representación. Más bien podemos decir que lo que entendemos como la cultura de internet es la cristalización más radical de este meollo, porque parece ser un ámbito donde todo o casi todo es performativo: toda acción implica una representación vaciada de valor —una copia sin original—, y como “digitalización”, transmutación de un hecho real al plano virtual.
La intención de representar una idea con la actitud, con la vida misma, tampoco es nueva. Para los románticos, eran los grandes hombres los que encarnaban el espíritu de la época y de su pueblo, en una labor indudablemente representativa, casi performática. Esa performatividad puede ser, sin embargo, aplicada a los grandes hombres de nuestra época: los deportistas. En el deporte, el ámbito de representación queda nuevamente delimitado, y lo que se desarrolla allí sigue reglas más o menos estrictas y claras. Vale el que gana, que es por lo general aquel que es más perfecto técnicamente y el que más se esfuerza, si bien todavía hay algunos ejemplos de deportistas que gustan más por la belleza estilística de su juego (pienso en Messi, Federer, Jokic). Esta es la misma lógica que se exportó a otros ámbitos de la cultura. La idea del hustle, el joseo, el grind, no es exclusiva del rap y la música urbana; los discursos de crecimiento personal y demás yerbas utilizan la misma validación. Pero en el deporte gana el que hace más puntos. Fuera de él, el éxito no es tan claro, y esta lógica es más problemática.
Fake it till you make it
No hace falta, creo, ir a los ejemplos más obvios: el colorado masivo y todos los traders explicando que aparentar tener éxito económico y esforzarte muchísimo, no importa bien en qué, te va a llevar a ser millonario. Todos nos vemos atravesados un poco por este axioma. Quizás lo más grave de esto es la creencia tan arraigada en el sentido común epocal de que la representación es una simple ficción que surge ex nihilo, que nos sacamos del orto. ¿Quiero ser católico? Perfecto, larpeo catolicismo en redes subiendo estampitas de santos, citando a teólogos que no leí, retuiteando videos de Faretta contra el protestantismo. ¿Quiero ser peronista? Bárbaro, hablo de las veinte verdades en twitter, digo mucho “compañeros”. El problema no es específicamente lo que hagan o dejen de hacer en redes, que en realidad un poco nos chupa un huevo a todos. El tema es que al no ser fieles a sus identidades impostadas, diluyen no sólo el significado de su avatar elegido, sino también el sentido de la identidad.
No todos pueden ser grandes hombres, no todos pueden representar al Espíritu, no todos deben hacerlo. Mejor aclararse las ideas primero, como gente grande. El larpeo de redes no se diferencia mucho de un nene jugando a ser Batman con sus compañeritos. Sin embargo, no siempre es un juego de niños. La representación tiene sin dudas su función política, casi militante: es posible convertir al mundo en Tlön, ejemplos hay de sobra. Pero si aquella sobrerrealidad no tiene un fundamento de verdad, que no sólo sea auténtico sino que confíe en la posibilidad de la verdad, de lo único de lo que seremos testigos es de ficciones desfondadas.
Por ejemplo, la estética de CEO de corpo multinacional que da charlas TED y que sabe de gestión que construyó la clase política cayó por su propio peso, porque solo logran representarse a sí mismos y a un grupo cada vez menor de chetos escolarizados aspirantes a empleados de Globant pero con conciencia social. En esto reside un acierto, al menos formal, de La Libertad Avanza: sus militantes parecen verse representados con su estética grasa, groncha, desprolija, ordinaria y parecen también convencidos de que sus propuestas se apoyan en una verdad firme, que los supera. Lo curioso es ver a muchos peronistas ilustrados hacerles las críticas más gorilas posibles, endilgándoles ser poco institucionales, poco decorosos, poco serios, en corto: muy negros. También es curioso ver a esos mismos libertarios larpeando aristocracia, asegurando que son el partido de los argentinos de bien, de la raza criolla europea. Sin embargo, los problemas de la representación política tienen muchas otras vertientes que, acá al menos, se nos escapan; pero lo que sí podemos notar es que hay un quiebre entre las representaciones que tenemos de nosotros mismos y lo que hacemos de nuestra vida. Pareciera, de nuevo, que podemos inventar un personaje e imponerlo a la fuerza, sin importar si respeta o no algo de nuestra vida real. Usuarios que se ven como príncipes, soldados arios, generales romanos, posteando desde su Conectar Igualdad en el municipio más inundado y menos asfaltado del tercer cordón del conurbano.
Si la representación busca causar a partir de la nada un efecto práctico en los que la observan, su fundamento tarde o temprano se desfondará. En cambio, si la representación surge a partir de un sustrato real, que le dé espacio para retirarse, para no ser pura presencia, esta podrá tener la consistencia necesaria para tener capacidad operativa. Es decir: las representaciones son manifestaciones de algo que las supera y que no podemos reducir a lo que aparece. Los peligros de la estetización de la vida son muchos y conocidos, y para mantenerlos a raya tenemos dos prohibiciones limitantes: la imagen, recordemos, no puede valer nunca por sí misma, y por eso debe ser la representación sensible de una idea inteligible y trascendente, y no de una materialidad inmanente y cerrada. Estas son las dos consignas que fundan nuestra cultura. Escapar del hechizo de la conciencia falsa, que todo lo puede y todo lo conoce, es una condición necesaria para recuperar los lazos rotos del individuo con él mismo y con todo lo que no es él.
Excurso
Pero la cultura no puede desentenderse de su época, y la nuestra es una época de crisis. Como toda crisis, nos obliga a reconfigurar el horizonte de lo posible. En el ocaso de lo que supimos llamar modernidad, y ya lejos de una post o sobremodernidad, debemos tomar una decisión acerca del futuro, y para hacerlo debemos encontrar los puntos focales de conflicto así como nuevos esquemas posibles para ellos. El ámbito de la representación es, sin dudas, un gran punto de partida. No sé el futuro, no vengo a contarles cómo termina esto. Vengo a contarles cómo empieza. Hay que formar mentes que sean capaces de entender la época sin caer en la esquizofrenia o la psicosis. Si el tiempo acelera más allá de la velocidad del espasmo, la semilla de lo humano podrá germinar donde aún pueda configurarse un orden: más allá de su posibilidad sólo está el abismo, la ausencia, el fondo, que si bien es igual de importante que lo presente, no es asunto nuestro y pide ser dejado como está.
La representación implica, desde su origen, un extrañamiento tan fundamental como el apropiamiento. Separamos a la cosa de su ser-en-sí, y a partir de esa separación la entendemos ya presentada para-nosotros. La representación no es un doble cómodo o incómodo de una cosa del mundo: es la gloria de esa cosa, su epifanía. Sólo se nos presenta de esa manera, pero no se agota en ella. Su potencia es siempre superior a su acto, porque el gesto de reconocerla como idéntica a sí misma es precedido por su extrañeza primera. Pero al mostrar algo, no sólo lo separamos del mundo y nos permitimos tenerlo ante los ojos, objetivarlo, sino que además, necesariamente, nos mostramos mostrando. La representación de la cosa también es la representación del que muestra. El ojo se posa sobre sí mismo, así obtenemos la autoconciencia. Y como en la representación de la cosa, antes de cualquier identificación, de cualquier reconocimiento, necesitamos siempre de un extrañamiento primero, un extrañamiento monstruoso. Sólo frente al monstruo podemos recuperarnos por primera vez. Toda identidad es identidad de algo que no es igual a sí mismo, y en el gesto de identificar se encuentra también el reconocimiento de la distancia. La representación, bien entendida, funda, de una vez para siempre, que lo mismo no es lo mismo: en el poner a distancia se desvela la ausencia propia de lo absoluto, el misterio, que es tan originario como la mostración, y nos recuerda que siempre nos va a faltar ver algo. De otro modo, solo tendremos pura presencia, tacto, pornografía, obviedad, redundancia, repetición.
La representación, para no ser ficción nihilista, debe surgir del plano de la vida no reflexionada, de la costumbre, de la creencia, del hábito, del estilo. En gran medida, la imposibilidad que tenemos para pensar la época se debe a que la gente que la vive no la piensa, y la que la piensa no la vive. Así, la realidad artificial que erigimos por encima del mundo se independiza de nosotros y se conserva a sí misma, en contra nuestro, como un doble perverso. Ya no habrá biosfera y noosfera, sino pura tecnosfera; ni plano sensible ni inteligible: virtualidad absoluta.
La vida nos pide constantemente que dejemos cosas sin chequear, que nos limitemos a comprenderlas sin poder explicarlas. Un fundamento infundable pero sin embargo fundado. No solo para hacer arte, sino para reconciliarnos con el plano simbólico en general, habrá que entregarnos a esa ausencia, en la que toda presencia se vacía y se ahonda, dedicándonos a ser coherentes con lo que creemos a pesar de que no pueda nunca cerrar del todo. Habrá que creer que puede haber cosas mejores que otras, que no inventamos nosotros y que no dependen de nuestra creencia en ellas, que importan y nos superan; y confiar en que la apariencia —que nos va a quedar muy canchera y nos va a hacer re intelectuales, re comprometidos, re misteriosos, re distintos— va a llegar por añadidura. Se trata también de diagramar técnicas de individualización virtuosa y de sugerir, en lugar de mostrar, para volver a seducir («Erotismo», de Manuel Cantón, en el primer número de Los años 20, trata sobre ello). La comprensión del pasado puede darnos alguna herramienta, pero para suturar una herida siempre debemos hacerlo acá, ahora, con lo que tenemos a mano. De otro modo, solo seremos como un turista que va al museo a ver pinturas porque son muy lindas. Divertido, pero impotente.
Para que el símbolo tenga, como dijimos, capacidad operativa, necesita ser siempre una puerta entreabierta hacia lo que se nos escapa y pide que lo dejemos así, y no hay otra manera de entender esa ausencia que frente a las cosas mismas. Para romper con el hechizo moderno de que todo es cognoscible y asequible, de que lo único que hay es pura identidad, idéntica a sí misma, hace falta solamente enfrentarse auténticamente a la vida. Pero no somos nostálgicos. Volver a regímenes estéticos antiguos no es la solución: como siempre, la consigna es salir de tu casa y vivir de verdad primero. Quizás así encuentres algo más real que una notificación en el teléfono

Deja un comentario