
Pequeño Soja-Game para el lector
Los honestos sabrán ponerle un rostro —o varios— al significante “rata”. No solo queda en ustedes, colegas, el referente: los invito a consultar, luego de la lectura, a sus compañeros para verificar si pensaron en las mismas personas o no.
Una experiencia de la experiencia educativa
Hace no mucho tiempo, en un barrio de cuyo nombre no debo acordarme, di clases de apoyo para chicos que vivían en zonas marginales. Variaban las edades, los gustos y no tanto las situaciones familiares, aunque para nada su coyuntura económica: se encontraban en lo que muchos profesionales llaman la “base de la pirámide social”. En su gran mayoría —por no decir “todos” y dejar de lado algún caso particular del que no tengo ni registro ni memoria—, eran chicos que asistían a varias escuelas de gestión estatal en las que, en rigor, iban a buscar su almuerzo, probablemente su único plato de comida asegurado durante el día, y después venían a hacer la tarea —y a evitar la calle— con nosotros.
Una de las cosas que más me impactó de esa experiencia fue la noticia que me dio un grupo de chicas con las que debíamos hacer ejercicios de Lengua y Literatura: estaban en sexto y séptimo grado, pero no sabían ni escribir ni leer. Que se entienda bien: uno aprende a leer y a escribir al comenzar la primaria porque es una condición necesaria para atravesarla. Yo estaba ante tres casos que, evidentemente, eran una porción del total. En fin: había y hay chicos que terminan el primario sin estar alfabetizados.
Si la educación de gestión estatal no garantiza el acceso a competencias básicas reconocidas que no solo son concebidas como un derecho básico universal, sino que cumplen una función fundamental en la búsqueda por el preciadísimo ascenso social, ¿qué función está cumpliendo?, ¿a qué aferrarnos para defenderla?
Pequeña posdata aclaratoria. Que no se me malinterprete: defiendo la educación pública porque la considero uno de nuestros grandes pilares sociales, pero quiero hacerlo menos por ser un kirchnero-zurdo-mandril de mandrilandia que por una causa más clara, material, digamos. Quiero decir: hagamos algo para justificar su existencia y que de ella se desprenda su defensa.
Voy a intentar defenderla, entonces. Sin argumentos aburridamente económicos porque de eso poco puedo decir. Pero que quede claro de entrada: la voy a defender de los topos que vienen a destruir el Estado y de las ratas que vienen a comerse los cables desde adentro.
La fauna educativa: los topos y las ratas
Que la cultura —¿¡qué carajos es “cultura”!?— es un gasto innecesario lo venimos escuchando hace tiempo. Menos atendidos son los argumentos en favor de su impacto positivo en su función de generadora de divisas (el ni chino ni ponja Kim habló varias veces sobre la generación de riqueza desde la cultura y de cómo esto benefició a Corea del Sur).
Pero el problema no radica tan solo en los topos que se infiltran en el Estado para —vivir de él y supuestamente— destruirlo. Hay una especie que coopera en la pauperización de las instituciones educativas. Me refiero, claro, a las ratas, estos roedores hambrientos de guita y poder que se van infiltrando en las instituciones para comerse poco a poco los cables, el respaldo de las sillas, los zócalos y dejar la habitación lista para que los estudiantes cursen sentados en el suelo, sin calefacción, con alimentos en mal estado o con universidades sin presupuesto. Ellos, sin embargo, garantizan el funcionamiento, eh, no vaya uno a decirles que las condiciones son paupérrimas por su culpa.
Esta es, entonces, la fauna que atenta contra las instituciones educativas de gestión estatal. Más que el topo, enemigo declarado como tal por él mismo, me preocupan las ratas que, con el canuto en la ratonera, salen en cualquier marcha universitaria o entrevista a defender una educación que ellos mismos degradan continuamente.
Posdata aclaratoria II. Con esto no quiero decir, desde luego, que todos los que tengan un cargo dentro de una institución educativa o en un ministerio sean ratas. Véase el soja-game inicial.
Las ratas, como bien sabemos gracias a los notables estudios científicos que las utilizan en sus experimentos, no son nada tontas. Recorren laberintos, prueban medicinas o, en muchos casos, ocupan cargos en los Ministerios de Educación. Es penoso que sean las ratas, y no los docentes que conocen de primera mano los problemas que nos aquejan, quienes ocupen esos puestos.
El problema más acuciante que esto genera es el nulo conocimiento que tienen de los problemas que atravesamos los docentes en las aulas. Las medidas que se tomaron durante los últimos años en materia educativa no han hecho más que —cito a una profesora amiga muy querida— profundizar una democratización pauperizadora de los colegios: más carga horaria para docentes, más alumnos en aulas pequeñas y edificios decadentes, más integraciones para las que no estamos preparados, más recortes disciplinares, más mesas de exámenes para evitar la repitencia. Todo esto por un mínimo costo. Un hot sale en el que perdemos no solo los docentes (mayor flexibilización, mayor enfrentamiento con las familias, menor protección por parte de los directivos), sino también los estudiantes al no cumplir con los requisitos mínimos de aprobación y, de todos modos, avanzar sin problema.
Un ejemplo breve. Hace un tiempo, una rectora me dijo que no se estilaba desaprobar a ningún estudiante en el primer trimestre. Yo pensé, porque daba una lengua extranjera, que se refería a quienes cursaban por primera vez la materia, pero no: a ningún estudiante. Es decir, el “estilo” que debía aprender consistía en suprimir una parte de mi función como docente: la de determinar quiénes habían cumplido los requisitos mínimos de aprobación y quiénes, no. La corrección —algo que en las Didácticas de la UBA no ocupa siquiera cinco segundos de un teórico—, que es una instancia que define también mi capacidad como docente, estaba prácticamente anulada. Todos pasan. El conocimiento no se mide. No hay aplazaos ni escalafón. Hipersticiones del tango.
Otro ejemplo breve. En muy pocos colegios se aplican hoy sanciones o amonestaciones. Y, en caso de aplicarse, nadie les hace caso. He leído a adultos quejándose en Twitter porque la maestra les mandó una nota diciéndoles que debió llamarle la atención a su [inserte nexo familiar acá] por pararse varias veces en la clase.
Pero, claro, la crítica desmedida a la autoridad por parte de las instituciones tampoco es gratuita. Los docentes hoy no solo debemos educar a los chicos, sino también a los padres en muchas ocasiones. Esto deriva en casos extremos: tener alumnos y familiares suyos insultando, amenazando o directamente lastimando a colegas docentes. Imagínense los ohm y las meditaciones advaitas que preciso.
Y dale con L’Académie Française: Rancière y el conurbano
Debo decir también que estas decisiones se toman, muchas veces, por convicción. No todo son ratas tratando de intervenir carreras con materias inútiles y sin contenido disciplinar para justificar mayor volumen de rentas dentro de la Facultad. En muchos casos, hay una confianza excesiva en la bibliografía que rige estas medidas. Uno de los libros que más daño ha hecho en este sentido es El maestro ignorante, de Rancière. Primero, por ser leído generalmente sin ningún tipo de vínculo con el resto de su obra. Segundo, porque se pretende aplicar su contenido sin considerar de manera alguna el territorio, es decir, la tradición, la cultura y la infraestructura para los que no fue siquiera pensado el libro.
Pequeño resumen: el libro cuenta la experiencia de un docente, Jacotot, que les enseña a sus estudiantes sin hacer nada más que darles un libro. Él los acompaña en sus procesos de aprendizaje. Traduzco: va Ezequiel a una clase en Francia y, sin que los estudiantes sepan nada de castellano, les da para leer Caterva, de Juan Filloy. Los estudiantes de, no sé, Vichy, aprenden la lengua y leen el libro por su propia voluntad, sin que Ezequiel les explique siquiera una regla gramatical ni les hable del autor. Leé el resumen frente al espejo y fichá la cara que ponés porque así queda uno cuando se siente estafado en una materia de la facultad.
Hermosa la abstracción, pero es evidente que nadie puede —ni debe— hacer esto en clase. Nos pagan —nunca está de más recordar que poco— para enseñar y para evaluar si esos contenidos fueron aprendidos. Para eso existen estrategias y materiales que deben ser pensados siempre en estricta relación con el contenido disciplinar que se pretende transmitir. Ni la UNICABA ni los profesorados de la Facultad de Filosofía y Letras —hablo de ella porque no conozco en profundidad otros casos— piensan en la importancia del objeto de enseñanza. Puede que no lo digan, pero es claro el axioma que rige sus decisiones: que la enseñanza pedagógica puede prescindir del contenido disciplinar.
To be docente or not to be
Ser docente, como verán, es difícil. Lo es porque las condiciones laborales son cada vez peores y porque las instituciones que determinan contenidos, estrategias y calendarios están cooptadas por gente que, quiera o no mejorar la educación, está lejos de las aulas hace años. Ni hablar de los colegios privados que se niegan a aplicar sanciones, amonestaciones o que, en muchos casos, recortan la currícula para sostener la matrícula —y con ella, generalmente, algunos subsidios—. La escuela ‘masiva’ es así, bro, vos fumá que nosotros nos encargamos de que pases de año.
Alerta: ojo con la idea de vocación. Sí, quienes damos clases amamos, en muchos casos, hacerlo. Yo, pese a levantarme los sábados a las seis de la mañana, salgo contento de la escuela porque honestamente me apasiona. Pero la vocación me empuja a quedarme un rato más en el colegio para atender consultas, a seguir formándome para estar al día con los conocimientos, a encontrar nuevas estrategias de enseñanza y corrección —nunca pagas—, a mejorar las planificaciones —nunca pagas—. La vocación no es un argumento gremial.
Por eso, acá no es un argumento. Es, en todo caso, el sujeto de una canción de cancha:
La vocación
la vocación
se va a la puta
que lo parió.

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