
La salud es la presencia de síntomas que alertan y movilizan ante el malestar. Definirla como el máximo bienestar posible en un contexto específico es más justo que considerarla un estado inmutable de ausencia de enfermedad. Porque la presencia de enfermedad es, en verdad, presencia de salud.
Sufrimiento psíquico-subjetivo
¿Qué es lo que define a un paciente con una enfermedad mental? ¿Un daño neurológico subyacente, interno? ¿O tal vez las exigencias de una sociedad que pide altos niveles de eficiencia y autosuficiencia?
En la escucha analítica, existen narrativas diversas pero con un hilo común: la incertidumbre ante el futuro. Una mujer frente a los cambios de la menopausia, un joven inmerso en una problemática con las adicciones, un abogado preocupado por la inseguridad profesional, un padre presionado por cumplir con la paternidad ideal, y una joven en plena exploración de su sexualidad. La dimensión económica, institucional y la vida cotidiana implican una subjetividad humana que define al sufrimiento psíquico como una categoría diferenciada a la enfermedad. Esta producción de subjetividad es dada por condiciones históricas, cuestiones atinentes al ser y a la existencia, y condiciones culturales. Como desarrolló un autor cuyo nombre omito deliberadamente, en un texto llamado El malestar en la cultura, el sufrimiento humano amenaza al sujeto desde tres lugares: el primero, el propio cuerpo; el segundo, el mundo exterior; y el último, el más doloroso: las relaciones con otros seres humanos. Ningún manual de psiquiatría categoriza las relaciones humanas como fuentes de padecimiento. Sin embargo, ¿quién se atrevería a negarlo?
El DSM-5 (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales) es la última actualización de la herramienta universal que utilizan profesionales de todo el mundo para el diagnóstico en Salud Mental. Me resulta increíble que la diversidad de padecimientos recogidos en este libro sea descrita por una sola corporación (los psiquiatras) de un solo país del mundo (Estados Unidos). Pese al reduccionismo obvio, es el manual psiquiátrico más usado por los psicólogos y psiquiatras de nuestro país, incluso existiendo guías psiquiátricas latinoamericanas con cuadros generales correspondientes a nuestra región.
En la Guía Latinoamericana de Diagnósticos Psiquiátricos, hay un capítulo destinado a “Síndromes Culturales Latinoamericanos” que, aunque tenga una fuerte influencia de manuales como el DSM y el CIE-10, profundiza aspectos propios como: la psicopatología de la pobreza, patrones de consumo de plantas psicotrópicas (que no califican de uso recreativo como el mascar coca), mención a patrones de zoofilia en zonas más rurales, y algunas definiciones de una tradición latinoamericana al uso de la brujería, como el mal de ojo, la enfermedad mala, el empacho, entre otros:
“(…) la brujería o hechicería, constituye uno de los aspectos más importantes dentro del proceso de salud–enfermedad en la medicina tradicional de América Latina. Este hecho se ve reflejado en la clara tendencia a atribuirle la aparición en desajustes de la salud, principalmente cuando los padecimientos se caracterizan por ser violentos, repentinos, crónicos o cuando presentan resistencia a los tratamientos. Además, se considera que el peligro de morir por brujería es mucho mayor que por cualquier enfermedad”
De todos modos, nuestro país es seducido por la hegemonía discursiva del DSM, en el que hay una clara “patologización de procesos vitales”. Por ejemplo, si un paciente pasadas las dos semanas de una pérdida importante, sufre síntomas tales como ánimo depresivo, falta de interés de actividades, pérdida del apetito, insomnio y problemas de concentración, ya puede habilitarse el diagnóstico de depresión. Esto quiere decir que hay un estimado de duración de sufrimiento ante el duelo (máximo 15 días, si sobrepasa este límite serás diagnosticado y en efecto medicado). Aliviar el dolor inmediato importa más que debatir si el duelo es natural o un trastorno patológico que requiere medicación.
Obviamente que la sexualidad no podía quedar atrás. El THS (Trastorno Hipersexual) menciona como criterios a tener en cuenta el aumento de la frecuencia, la intensidad de fantasías, la excitación, los impulsos y las conductas sexuales no paralíficas. Cuando todo es tan patologizante, me pregunto qué sería “hiper” para aislarlo de una “normativa sexual”. A lo mejor, “hiper” sea todo sexo más frecuente que los autores del DSM.
Por último, el diagnóstico generalizado de estrés postraumático para experiencias traumáticas distintas -un veterano de guerra, una mujer abusada, etcétera- ignora que lo traumático se vincula al sentido individual y social del hecho, un aspecto que la nosografía clásica, centrada en síntomas objetivos, invisibiliza. Es decir, son listados de enfermedades sin sujetos. Si la sintomatología es la misma, ¿la dirección de la cura también lo es?
El sufrimiento humano requiere ser pensado en el seno de las relaciones sociales sin necesidad de ser traducido en la lógica de procesos patológicos, porque esto permite incorporar la dimensión subjetiva del padecimiento, perspectiva sin duda ausente en la nosografía psiquiátrica clásica.
La transición de género en adolescentes, por poner un ejemplo, es hoy más común en la consulta clínica, un fenómeno de los últimos diez años que se corresponde, según pudimos concluir conversando con una experimentada profesional, con una sociedad más dispuesta al diálogo, a la apertura y al aprendizaje al respecto. Sin embargo, históricamente, los espacios de diálogo y apertura no siempre existieron: el DSM-II patologizó la homosexualidad hasta 1973. Esto plantea una pregunta sobre la validez científica de la psiquiatría, dado que hace solo cincuenta años una orientación sexual hoy considerada corriente era catalogada como enfermedad debido a cánones sociales heteronormativos que la percibían como una desviación enfermiza. El cuestionamiento a lo “dado por hecho” en el rigor científico y la lucha de minorías que fueron oprimidas (como se oprime a un enfermo, a un loco) fue lo que revolucionó la consciencia colectiva, y por lo tanto la manera de pensar la ciencia.
Si uno cree que el método científico profesa una verdad absoluta, lamento decirles que la ciencia es puramente ideológica y responde a una demanda social. Si la demanda social cambia, la ciencia también muta. Quien busca el absolutismo en el saber, en verdad está buscando a Dios.
Hoy por hoy, la última actualización del DSM (DSM-V) categoriza a las personas que no se sienten representadas por el sexo que se les asigna al nacer como “disforia de género.” Es decir, si bien se puede ser optimista sobre la aceptación de la homosexualidad (incluso frente a discursos anacrónicos), tenemos una deuda con las identidades trans, todavía clasificadas como ‘disfóricas’ por manuales que utilizan criterios patologizantes. ¿Todo padecimiento es visible? ¿Todo sujeto reconoce causa y consecuencia de su dolor?
El desarrollo epidemiológico que planteo exige trascender las categorías nosográficas psicopatológicas, de base individualista y sintomática, mediante la incorporación esencial de las ciencias sociales.
Medicalización de la vida cotidiana
Ubicar el padecimiento humano dentro del complejo médico-industrial-financiero fue impulsado e incitado por la medicalización, proceso que introduce al cuerpo humano y al comportamiento como objetos de prácticas e intervenciones médicas, “psicopatologizando” eventos y sucesos de la vida cotidiana, y dando lugar a la creación de enfermedades nuevas o sobrepatologizaciones.
La “creación de enfermedades” implica a múltiples actores, como centros de investigación influenciados por financiamiento privado o estatal, corporaciones, marketing y redes sociales que aíslan un problema, lo reducen a lo biológico y enfocan la respuesta en tratamientos farmacológicos.
La nueva ola del SIBO como atracción diagnóstica creó una promoción poco consciente desde que muchos usuarios lo promulgaron en diversos medios digitales. El dolor abdominal, la hinchazón, la diarrea o el estreñimiento pueden corresponder a diversos cuadros gástricos e incluso a somatizaciones. Asimismo, dado el consumo generalizado de ultraprocesados en nuestro país, algo asociado al SIBO y a sus síntomas, y considerando la alta prevalencia en mi entorno, ¿no soy yo también susceptible a padecer SIBO y necesitar un tratamiento costoso? ¿Mi enfermedad es la enfermedad del otro?
En una nueva categorización digital, se ha hablado mucho del FOMO, o «fear of missing out» (miedo a perderse algo) en inglés. Es una sensación de ansiedad causada por la preocupación de que otros estén viviendo experiencias gratificantes de las cuales se está ausente.
Existe una necesidad de reconocimiento del sufrimiento a través de nuevas categorías diagnósticas, donde el paciente se identifica para explicar su malestar. Sin embargo, esto lleva a una peligrosa tendencia a patologizar incluso ansiedades cotidianas como la social en contextos puntuales (ahora FOMO), encasillando al individuo en el paradigma de la enfermedad y la anormalidad.
En el terreno de lo afectivo —y también en la circulación de estos conceptos que emergen y se amplifican en entornos digitales— aparecen, curiosamente en inglés, términos como ‘ghosting’, ‘love bombing’, ‘orbiting’, ‘gaslighting’, entre otros, que nombran formas de maltrato o dinámicas disfuncionales en los vínculos. Si bien dichas prácticas existen, la proliferación terminológica que las encierra tiende a estructurar una experiencia subjetiva de sufrimiento que se vuelve lógico, esperable y casi inevitable. Se delimita así un mapa afectivo en el que las relaciones son leídas –y vividas– a través de categorías previamente establecidas, lo cual puede limitar la comprensión de la complejidad emocional y cristalizar el malestar como identidad. La identificación patologizante implica un individualismo sintomatológico donde, –conscientes o no– buscamos el veneno y el antídoto para nombrarnos a partir de una etiqueta que nos encasille. Esto es causal con el incremento del autodiagnóstico y automedicación en la clínica.
“Soy el remedio sin receta”
La proliferación en redes sociales, especialmente Tik Tok, de patologías mentales como tendencias identitarias por parte de influencers de dudoso diagnóstico lleva a jóvenes y adolescentes a autodiagnosticarse firmemente al inicio de sus consultas, buscando una etiqueta para sus malestares subjetivos.
En esos espacios, se difunde una patología como si fuese un contenido estético y absorbente, como una tendencia identitaria a través de reels, publicaciones e imágenes que parecen guionadas y performáticas para florecer en el algoritmo apelando a una supuesta concientización.
En el marco de un sistema neoliberal, donde predomina la idea de que cada persona es plenamente responsable de su destino, el cuerpo y la salud también se convierten en terrenos de auto-gestión constante. Esta lógica de responsabilidad individual extrema empuja a los sujetos a vigilarse, interpretarse y corregirse a sí mismos, incluso en el plano de lo salubre.
El autodiagnóstico emerge como una práctica funcional al sistema: el individuo, aislado y muchas veces sin acceso a la salud pública o a respuestas institucionales, recurre a Internet, redes sociales o tests caseros para encontrar explicaciones a su malestar. Así, el sufrimiento se individualiza, se traduce en etiquetas, y se «resuelve» en soledad, en lugar de comprenderse en su dimensión social, estructural o relacional en la subjetividad de estos pacientes. En función de ello, la automedicación va ligada con la inmediatez de respuestas y soluciones rápidas en un individualismo donde soy mi enfermedad y un remedio sin receta. La salud se convierte en un asunto de consumo personal, y el sufrimiento se medicaliza sin una comprensión integral ni colectiva.
¿Cuántas personas conocemos con un manejo irresponsable de medicamentos donde su uso correspondiente se disipa a un uso personal y recreativo, sin márgenes ni controles? La figura del psiquiatra -especialmente en función con las benzodiacepinas- ha quedado silenciada por un control individual de ese ansiolítico que ya no es el medicamento que regula mi psiquiatra, sino un consumo que es mío, donde establezco una relación libidinal con esa pastilla que más bien me regula a mi como consumidora.
Debido a su alta adictividad, la Ley Nacional de Psicotrópicos (Ley 19.303) limita la prescripción de benzodiacepinas a 20 días, exigiendo una nueva evaluación médica para cualquier renovación. Pero, ¿vamos a ignorar el uso extendido e innecesario de estos fármacos, de su prescripción laxa (incluso remota) y de su tráfico ilegal, lo que desvirtúa su valor como medicamento? No podemos ignorar que haya una industria farmacéutica donde el excesivo y perpetuo consumo de fármacos es estructuralmente conveniente, en términos económicos y de poder.
Vale hacer una mención a la famosísima empresa químico-farmacéutica Bayer, productora de varios medicamentos de distintas áreas tecnológicas; también responsable en la Segunda Guerra Mundial de la fabricación de Zyklon B, una forma más técnica y bonita de nombrar al gas que utilizaron los nazis para el exterminio de más de 10 millones de personas en sus campos de concentración. Dicho gas, fue fabricado por trabajo esclavo.
Quiero citar, para concluir, a la psicoanalista Anne Dufourmantelle: “Los medicamentos que ayudan a hacer pasar todo, y la depresión no será más que un mal momento, pasado con rapidez, pronto olvidado. La anestesia se volverá un género adoptado. (…) En este precio, un mundo mejor le es prometido. Usted puede exigirlo. Y ser reembolsado si a usted no le viene con el tiempo indicado.”
La salud como mercancía
La salud se mercantiliza, impulsada por aseguradoras y farmacéuticas. Estas promueven una cultura de prevención para reducir el gasto en salud, transformando el rol del médico, donde ya no se busca la cura, sino la prevención de riesgos y la reducción de cualquier malestar, incluso consultas hipocondríacas alimentadas por el exceso de información online.
Si el precio de mi salud es ilimitado por la conveniencia de un sistema que me objetiva, ¿cómo se explica que los psicofármacos esenciales sean inalcanzables para tantos argentinos afectados por la crisis, normalizando una realidad urbana al ver a personas con graves problemas de salud mental viviendo en la calle sin acceso a la medicación ni al apoyo terapéutico? ¿Qué tanto respaldo me da una aseguradora médica, ¿qué tan capacitada está en asegurar mi salud y bienestar psicofísico?
En el auge de la pandemia, en 2020, comencé a tener síntomas que podían corresponder a cualquier cuadro gripal (tos, dolor de garganta, mucosidad, y un poco de fiebre). Confirmé no tener coronavirus. Sin diagnóstico, me contacté por videollamada con un médico de mi prepaga -las videollamadas eran más recomendables dadas el contexto para evitar todo contacto-. Él sostuvo que lo que yo tenía era un virus, que con ibuprofeno cada seis horas iba a recuperarme.
Los días pasaban, y los síntomas no sólo persistían sino que la fiebre aumentaba paulatinamente y brotaban llagas y ampollas en mi lengua -que luego descendieron a mi garganta- limitando la alimentación a comida triturada y con pedazos de hielo, ya que cualquier alimento sólido que no estuviese frío producía un ardor en mi garganta comparable a un volcán en erupción. Cuando me recontacté con mi médico, me advirtió que, si iba a un hospital, corría riesgo de contagiarme de COVID dada la cantidad de casos y que mi cuadro viral podía empeorar significativamente. Me recetó un spray para la garganta y un analgésico más fuerte para la fiebre.
Al día siguiente, con la fiebre alta y consumiendo lo que quedaba de mi cuerpo y mi psiquis, mi mamá me llevó a la clínica donde no la dejaron pasar por protocolo debido a la cuarentena y mi mayoría de edad. Me bajó la presión mientras la recepcionista me hablaba de forma programática y robótica acerca de mis datos, el aislamiento, y no sé qué otra cosa porque apenas podía estar de pie y darle atención al monólogo de la mujer. Mi cuerpo sobrepasó los límites que me encuadraban y, después de caer inconsciente en la recepción, me llevaron en silla de ruedas un par de médicos, trotando, a un consultorio.
Lo único que recuerdo de este recorrido es que mientras recuperaba mi conciencia tenía a una chica pegada a mi oído preguntándome mi número de afiliado.
Ya en el consultorio, consciente y sola, esperé. Esperé a un médico, esperé a una enfermera, esperé a cualquier persona que trabajase en salud que viniese y me cuidase, que me aliviase y me contuviese. El teléfono del consultorio sonó y por raciocinio deduje que la que tenía que atender era yo. Lo primero que escuché fue una voz que me dijo: “Disculpame, pero tengo que preguntarte si tenes COVID positivo.”
En una resignación que ya no tenía forma de expresar, le dije que no, y que por favor alguien viniera y me atendiera porque me sentía muy mal.
En cuestión de minutos, una médica disfrazada como si estuviésemos en la peste negra del medioevo abrió la puerta y se disculpó por las circunstancias que la envolvían. Con dulzura y pudor, me revisó la garganta y se espantó de lo que vio. “Si no tratas esta faringitis bacteriana ahora, en pocos días podría convertirse en una infección o algo peor.” Le conté cómo el médico de mi prepaga atribuyó mis síntomas a un virus y me previno de ir al hospital por el contexto de la pandemia. Los invito a imaginar la respuesta de la médica.
Lo que realmente buscaba era el cuidado tangible, el tacto y la mirada de un otro, el tratamiento para recuperar la dignidad perdida; porque el mayor dolor no fue la enfermedad en sí, sino la indignidad de no poder alimentarme adecuadamente por la negligencia de un sistema que me prometía cuidado y prevención.

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