Una beca CONICET: los puzzles de la academia

Entrar al CONICET

Compartimos, estoy seguro, el vivísimo recuerdo de aquellos juegos de PS2 que, plagados de puzzles, nos obligaban a dar una vuelta enorme por el mapa para encontrar una llave o un minijuego (cuando entramos al Castillo en el RE4, por ejemplo), que nos abriese camino. Ese objeto aparentemente minúsculo cobraba una dimensión monstruosa porque conllevaba un esfuerzo sobrehumano: administrar las balas, cuidar la salud, enfrentarse a enemigos, buscar coleccionables, inspeccionar el entorno. Todo para una llave.

Esta imagen ilustra un poco mi relación con la carrera de Letras. La empecé en 2019, después de un 2018 a puro UBA XXI, exámenes pendientes del secundario (una expulsión me llevó a rendir todo libre) y CBC. Desde la primera clase —Gramática de Borzi, recuerdo—, supe que mi objetivo final no era conseguir ni la Licenciatura ni el Profesorado, sino la beca doctoral. Esa era la llave. Para obtenerla, debía cruzar ese enorme mapa de licenciado y profesor administrando notas, adscripciones, proyectos de investigación y participaciones en congresos y jornadas. 

A ese deseo se le sumaba el mito de los grandes. Hablé, en la necrológica a la nostalgia, sobre el friso inamovible de figuras como Viñas, Sarlo, Estrada, Jitrik, Ludmer y compañía. La obsesión —y acá me desnudo un poco más frente a quien me lea: soy demasiado obsesivo— por obtener mi beca era, en parte, una obsesión por adquirir los tonos, los conocimientos, la soltura de esas figuras. Quería ser uno de ellos, incluso si el precio a pagar era dejar de ser Ezequiel. El cambio de skin no me jodía para nada; por el contrario, buscaba asumir pausas, gestos y hábitos de esos popes.

Esa pretensión de abandonarme era lógica en un estudiante que recién arrancaba. La imagen que tenía de mí mismo, porque venía de una escuela secundaria paupérrima en la que no habíamos estudiado siquiera sintaxis, era la de un incompetente. No conocía ni La poética de Aristóteles ni sabía quién era Cambaceres —el “como ya saben” de las clases sólo se podía curar con una dosis de lectura frenética durante la semana, sin importar la referencia—. Recuerdo, de hecho, leer En la sangre durante la cursada de Teoría y Análisis Literario porque varios la conocían y yo recién me enteraba de su existencia. Genaro, el protagonista de esa obra, me identificó durante un buen tiempo: me sentía el tránsfuga, el berreta, el que caía parado más por ardid que por competencia.

Autorizar mi voz era una de las lógicas que hoy, algunos años más tarde, leo en esa pretensión. Pero estas inseguridades no invalidan para nada el objetivo que tenía: entrar al CONICET. 

Cursus honorum: ad honorem

Para que nos entendamos: una beca se alcanza con puntaje. Ese puntaje lo otorga una comisión que lee todos los CVs que llegan a partir de criterios como participaciones en proyectos de investigación, asistencia a congresos y jornadas —como expositor, fundamentalmente, pero también como asistente u organizador—, experiencia en colegios, promedio y becas de investigación para estudiantes, idiomas, y un largo etcétera. Todo lo que hiciste a lo largo de tu carrera tiene que ir a parar al CV porque un punto menos puede dejarte afuera.

Por este motivo —y es apenas el primero—, cuando leo o escucho a alguien hablar del ñoquismo de las instituciones de Ciencia y Técnica —voy a ser coloquial— se me ríen los huevos. El derrotero exigido a quien quiera conseguir la llave es bastante pesado y, para colmo, sin retribuciones materiales. No hay un sueldo para quienes tienen adscripciones abiertas o para estudiantes que participan en algún FILOCyT (becas de Puan), siquiera para quienes participan en un UBACyT (becas de la UBA). Las horas de lectura, escritura, reflexión y formación, lejos de funcionar como un trabajo, nos implican un gasto. 

Ojo, esto no es para espantar a nadie. Una adscripción, por poner como ejemplo un proyecto accesible a estudiantes de grado, es increíblemente formativa. El resultado de mis dos años como adscripto de Latinoamericana I es un artículo de veintipico de páginas sobre el testamento de Domingo Martínez de Irala. Aprendí a buscar documentación, a trabajar con manuscritos, a ser cauto con las categorías, a integrar críticamente un corpus bibliográfico y —probablemente lo más difícil— a ser discutido. Y algo más: es muy probable que ese artículo, tarde o temprano, sirva para darme más puntaje si termina siendo publicado en alguna revista científica. Pero frenemos un poco la bocha y aclaremos algunos tantos.

La labor es ardua. Exige varios años de pertenencia al famosísimo grupo de los ad honorem. Producimos lecturas, textos, citas, metadatos, circulación, discusiones sólo a cambio de capital simbólico. Un capital, debo reconocer, que retribuye algo de ese esfuerzo material no solo por su valor administrativo —el CV futuro que uno va armando poco a poco—, sino porque alimenta el orgullo, infla el pecho cuando un compañero te felicita por alguna ponencia o por participar en un grupo de investigación. Sin embargo, estamos lejos de pertenecer a algo similar a una casta ñoqui porque, fundamentalmente, no percibimos ningún ingreso por lo que hacemos.

Por otro lado, la sensación de estar diciendo algo propio, de que en el cuarto donde lees, resumís y escribís está pasando algo nuevo es indescriptible. También duele, hay que decirlo, la necesaria bajada de línea de quien oficia como director de esa investigación, momento en el que te das cuenta de que tu “descubrimiento” no es tal cosa, que algo similar a esa hipótesis ya se trabajó o que algunos conceptos están flojos porque falta trabajar más bibliografía. 

Este cursus honorum, con lo dicho, se puede resumir en una serie de pasos relativamente obligatorios: adscripciones, participaciones en FILOCyT y/o UBACyT, congresos, jornadas, publicaciones en revistas, organización de jornadas y, en muchos casos, un chupamedismo insoportable. Todo a la buena de Dios. Pasé —y aún atravieso algunos de esos caminos— por casi todos. Y en ese tránsito se dieron algunas crisis. Dos, para ser más exactos: la personal y la institucional.

Crisis: juegos de gabinete 

En los pasillos de Puan o en las charlas materas con exprofesores devenidos amigos suele aparecer el tópico acerca de la endogamia. Una práctica que va desde el chimento sexual hasta la discusión en torno a los alcances de nuestras discusiones. Formar parte de la comunidad académica exige tanto conocer los pormenores sobre amoríos e infidelidades como replantearse la capacidad de acceder a distintos actores de la sociedad. ¿Quién lee un paper o un artículo sobre el cosmopolitismo de Rubén Darío? ¿A quién le estoy hablando? ¿Qué cambia la existencia de un capítulo de libro? ¿Qué función debo cumplir, como investigador, en la sociedad? ¿Me identifico como investigador o como intelectual? Son preguntas que fueron surgiendo a medida que avanzaba en la carrera y en el cursus honorum, principalmente cuando las charlas con compañeros y excompañeros se empezaron a hacer más habituales.

Más que el interés por responderlas me asolaba la preocupación por una coyuntura política preocupante. Como militante de una agrupación estudiantil de base, Verbo Irregular, que se había colgado al hombro la discusión del Plan de Estudios y otros reclamos de claustros ajenos (docentes y graduados), veía con tristeza la despolitización de la facultad, condición necesaria y obligatoria para el recorte académico que supuso la concreción de todas las adecuaciones disciplinares de los últimos años. A eso se le sumaban episodios de la vida nacional no exentos de complejidad: la avanzada libertaria, que sacudía supuestos “pactos sociales” al son de la motosierra empelucada, ponía en crisis hasta las certezas políticas más inquebrantables.

Lo cierto es que poco a poco esa pasión por la rigurosidad conceptual y el hallazgo de bibliografía nueva fue menguando. Para nada quiero decir que mi deseo, entrar al CONICET, se hubiera extinguido. Pero sí sentí que se había sacudido algo. Temía caer en lo que Kusch identifica como “juego de gabinete”, es decir, una lógica que pretende explicar el mundo antes que verlo. Tratando de esquivar el clásico antiacademicismo radical —que es, en rigor, una forma distinta del academicismo—, entendí que me sentiría cómodo buscando otros canales, otros interlocutores. Apareció una idea compartida con un amigo de la carrera, Theo Guggiana: fundar una revista.

Con experiencias —algo mitificidas, pero cuyo resultado es innegable— como Contorno, CEAL, Punto de Vista o Martín Fierro entre cejas, la idea de un medio que garantizase una circulación menos restringida renovaba mis deseos de seguir leyendo y escribiendo cosas nuevas. El problema no era, en sí mismo, el CONICET, sino la sensación de sentir cierta claustrofobia por no advertir otros soportes, otras formas de comunicar, otros alcances.

Aparecieron, así, otras preocupaciones: la importancia de pensar en una generación, la mía, la nuestra. La necesidad de desempolvar algunos conceptos, de reorganizar el anaquel bibliográfico que explica —o pretende hacerlo— el presente, de entablar un diálogo más directo, menos bibliografizado, de construir una nueva biblioteca (el objetivo de toda revista literaria o de crítica cultural). Para decirlo con Kusch, surgió la necesidad de restituir la fe en la crisis del ámbito vital, esto es, de devolverle a la experiencia la capacidad de enseñarnos algo del mundo, de lo real. Reformulando a Foucault, trabajar en el dominio de las palabras con las cosas.

El festival “Elijo crecer: Ciencia X Argentina”, que se llevó a cabo en 2024, terminó de definirme un poco cuáles eran mis reparos para con el lugar que asumía —lo que podemos llamar—  la ciencia argentina. Ver a niños y niñas jugando, escuchando atentamente datos sobre una serpiente embalsamada, viendo libros infantiles; o a mayores que, en una de esas, se acercaron por primera vez a ver qué tenía para contarles nuestra ciencia, la que hacemos todos y todas a diario. La resurrección del espacio público —en un momento de plazas vacías, de calles ausentes— me generó una alegría inmensa. ¿Por qué esperar, me pregunté, a que la cosa se pudra para sacar del enclaustramiento nuestro trabajo? 

Esa es una función que, pienso, deberíamos asumir —y me incluyo, aunque aún no haya entrado al CONICET todavía— con más compromiso. Mi crisis, que afronté en el seno de la academia, es un poco la crisis ajena en una escala más pequeña. Si yo no podía explicarme para quién hacía lo que hacía, no imagino qué puede pasar por la cabeza de aquellos compatriotas que solo escuchan Ciencia o CONICET o Universidad Pública cuando hay alguna noticia negativa. Como dice Otmar Ette en “La filología como ciencia de la vida”: “una ciencia que no crea en su saber en la sociedad desdeña los recursos que ésta le aporta y al final es responsable si ella decide quitárselos” (5).Salir, ser parte activa de la comunidad, entender que a ella conformamos y que ella nos conforma y nos enseña. Que mañana serán sus hijos o nietos quienes estén atormentados por estas dudas e ilusionados por estos objetivos. Así como cada uno de nuestros artículos detentan, al final, un listado de bibliografía que muestra a los colegas la labor comunitaria del conocimiento; así deberíamos mostrar a nuestra comunidad la labor humanitaria —en su polisemia— de nuestra ciencia.