Leí hace poco unos tweets de un libertario que expresaban de manera muy sintética y con total llaneza algo que vengo escuchando bastante. Me traen a la memoria una cosa que leí hace tiempo: una descripción de los años juveniles de Perón, allá por los remotos tiempos del siglo XX de la presidencia de Alvear. Es obvio, y lo dice todo el mundo, que hay cierta afinidad entre el libertarianismo y el peronismo, al menos al nivel del material humano.
Acá voy a sostener, en relación con esto, una idea que no es para nada novedosa: nuestra generación atraviesa unos nuevos años treinta. La descripción que decía corresponde a un libro de Norberto Galasso, a quien no se le puede atribuir la virtud de la imparcialidad en lo que hace al tema del peronismo. Es la siguiente:
“Ese desasosiego –en tanto búsqueda de una meta– no resulta experiencia exclusivamente personal, sino que es común a la mayoría de sus compatriotas que viven sus treinta años bajo la presidencia alvearista. […] Es, por sobre todo, un hombre solo, carente de una meta definida donde volcar sus esfuerzos. El deporte –‘todos’ los deportes– y la instrucción militar, único ámbito de cobijo que ha conocido, canalizan, por ahora, esa energía que no sabe dónde volcar”.
Los ejemplos de testimonios semejantes de soledad y carencia de rumbo se multiplican en la historia de nuestras letras. Los eventos de hace un siglo parecen haber sido un caldo de cultivo ideal para semejantes expresiones. La depresión narrativa de Martínez Estrada que hace que quieras cortarte las venas; las geniales novelas urbanas de Roberto Arlt; el manual del porteño desorientado de Scalabrini Ortiz. Más todavía: las ideaciones del radicalismo yrigoyenista de izquierda, del forjismo, también deben ser reconducidas a ese clima. Y esto es importante porque justo de ese grupo de intelectuales (o, más bien, panfletistas) surgió lo que hoy por hoy se conoce como “peronismo”. El más conocido de estos personajes es Jauretche, quien es reivindicado todavía por el kirchnerismo. Lo que me llega a interesar de él no pasa por sus aptitudes para discutir los problemas económicos de la Argentina, sino otra cosa: en medio de la oscuridad de sus treinta, hizo algo. Se reunió con gente, se pusieron de acuerdo, buscaron su rumbo. No importa que después esto haya podido degenerar en una ideología flaca y poco interesante. Tampoco importa que ni siquiera ellos supieran de qué estaban hablando, por ejemplo, cuando decían que la Argentina debía su estancamiento económico a que no había habido acá un “modelo farmer” como sí lo había habido en Estados Unidos. Todo esto es secundario. Lo que importa de esa generación no es tanto lo que confusamente haya tanteado en la oscuridad. Hay que explorar de una manera más llana el debate de ideas.
En la Argentina se están moviendo muchas cosas, obviamente. Al nivel de las “ideas” está pasando lo mismo. Ya esto es una buena señal. El quietismo de los últimos años, que daba por sentadas mil cosas sin razón, se está terminando. Llegan a su fin unos cuantos años de una paz de los cementerios y de un consenso que eliminaba cualquier pluralismo de ideas real; los años de la pandemia fueron el colmo. En este fin de época, en particular, hay que ver de dónde sale toda esta hostilidad hacia el progresismo.
El eterno problema del narcisismo masculino y el ansia de autoridad
La afinidad entre el libertarianismo y el peronismo, tan citada últimamente, no tiene que ver con el libre mercado ni con la autarquía económica, sino con lo que anima a peronistas y libertarios. Con la debacle del kirchnerismo y su clima de ideas, quienes estaban nucleados en torno a él quedaron en una desorientación lamentable, y especialmente los varones. Sin embargo, el problema de los varones jóvenes no se resuelve como intentó hacerlo el feminismo de los últimos años, y en parte por eso fracasó en el debate público. El feminismo estándar y ordinario tiene un punto ciego (verbal) en lo que hace a la percepción de la violencia y la agresividad en las personas, que suele asociar irreflexivamente con “lo masculino”. Pero ni la violencia ni la agresividad son una característica masculina (si no, una dotación innata de los individuos en general) ni pueden ser simplemente eliminadas: ambas son un peligro si no están bien encauzadas. El problema, por tanto, no es suprimirlas, sino justamente saber encauzarlas correctamente.
Lo que los varones jóvenes tienen que evitar, cuando el barco naufraga y todos están en la orfandad espiritual, es algo que siempre tienden a hacer: enredarse en pseudo-debates y peleitas para medirse la pija, o sea, en el narcisismo masculino. No quiero que se me entienda mal: no son únicamente los varones los que se perjudican así hoy; al contrario, el ansia de autoridad y de cosas duras y subyugantes de nuestros días es enternecedora y común al menos a la mayor parte de la gente “joven”. Conozco muchas mujeres, por ejemplo, que la comparten. En alguna medida alrededor de esto giran, hoy en la Argentina, los debates sobre la trascendencia, sobre la vuelta al glorioso catolicismo, sobre la “mística”, sobre un liberalismo no muy bien entendido, sobre el sentir popular y el ser nacional, sobre el supuesto problema del ateísmo y el materialismo anglosajones, sobre un supuesto neoliberalismo diabólico. Nada de esto es nuevo ni original: es usual que estas consignas empiecen a circular en tiempos de miseria material y espiritual. Hace cien años, en nuestro país, se hablaba exactamente de lo mismo; basta echar la más superficial hojeada a la literatura de la época para darse cuenta. También se decía más o menos lo mismo en Alemania, cuyo clima de entreguerras pasó a la historia por motivos oscuros que conocemos todos. Y esos temas eran también bastante viejos cuando empezaron a ventilarse en la época de entreguerras del siglo pasado; en el fondo, eran una reiteración ligeramente alterada de los temas del romanticismo, que tenían ya un siglo para ese momento. La verdad de estos relatos no radica tanto en su contenido teórico supuestamente sofisticado, sino en que suelen ser la forma recurrente en que se presentan dos conflictos muy reales: el generacional, entre jóvenes y viejos; y el sexual, entre varones y mujeres. Es decir, dos conflictos que hoy en día le generan mucho sufrimiento a todos: en el primer caso, por ejemplo, por el mercado de alquileres; en el segundo caso, por ejemplo, por la cada vez más dificultosa interacción en el mercado sexual.
Después está el conflicto derivado que surge entre grupos de varones; por ejemplo, por la competencia patética y mal regulada por conseguir mujeres. A partir de este tipo de conflictos asoman ideologemas que critican el “formalismo” vacío de las instituciones “liberales” y “burguesas” (o sea, una polémica contra lo percibido como viejo y decadente), o del racionalismo “ilustrado” sin “mística” (una polémica contra la prudencia de generaciones maduras); o que suelen quejarse contra el afeminamiento de las costumbres (una polémica contra “lo femenino”). Dejo a criterio del lector dónde, en este esquema algo simple, encaja la denuncia de “la casta” que tanto permeó en nuestros días y nuestras latitudes, sobre todo entre los jóvenes. Que se asuma a sí misma liberal tiene mucho que ver con las particulares circunstancias de nuestro país, y no debería oscurecer la identidad que mantiene con ese tipo de consignas que con frecuencia se opusieron al “liberalismo”. De cualquier forma, qué carajo sea el “liberalismo” puede ser motivo de otra nota, pero no de esta.
Lo que dicen hoy en día todos estos relatos en Twitter, donde suelen ser típicos de distintas tribus de varones, es en su sustancia, por poco, nada más que esto: los progres no la ven. Esta actitud de medirse la pija con quién es más picante y quién tiene más calle y quién la ve más ya es bastante densa. Lo peor es que solo es un regodeo en el onanismo. También es bastante habitual, tanto en filoperonistas como en “liberales”, la de quién sabe más de economía. Los morenistas, por ejemplo, te andan apurando con eso de si sabés lo que es un remito. Y de hecho, es bastante probable que algún lector se indigne de que reduzca tan alegremente la cuestión sin dar prioridad al problema de la inflación y de la estabilidad macroeconómica. En realidad, en el último tiempo se han redescubierto inesperadamente muchas vocaciones proféticas, pero aparentemente serias y entendidas, deseosas de remarcar a cada paso que la verdad última de todo lo que hay bajo el cielo se encuentra en “la economía”. Quizás esto sea una reacción a la incomprensible ceguera que el progresismo y el kirchnerismo tuvieron en relación con esos asuntos; aunque no deja de ser sintomático que, de hecho, muchas de estas voces ni siquiera son de economistas.
Ahora bien, todo esto va más allá de que yo crea o no que los progres “no la ven”. Lo que digo es que hay en esta nueva actitud (o pose) mucho del hombre que, despechado, se vuelve como un autista hacia sus cosas y al mundo que se crea para sí mismo y del que eliminó a las mujeres, hacia las que termina mostrando hostilidad cuando se le aparecen. Así que el gap ideológico entre géneros se refuerza; con lo que se agrava, innecesariamente, otro problema de nuestro tiempo, y la vida se hace más miserable por la distancia que separa a varones y mujeres. La solución no está por ese lado. La niebla cognitiva que el ruido de la última ola de feminismo desató entre los varones es digna de un estudio empírico serio. La cuestión es muy reciente, y sus consecuencias todavía no pueden advertirse bien. Nadie la está discutiendo con seriedad, sin prejuicios para un lado o para el otro. Lo que se suele escuchar es: o bien una reiteración de los mismos lugares de sentido común que no pueden ni de onda entender cosas como, por ejemplo, el tema de las identidades de género; o bien, los mismos lugares comunes buenistas de siempre del progresismo con su bondad y su comprensión y tolerancia infinitas. A nosotros nos corresponde aclararnos las ideas para poder hacer algo constructivo respecto de la herencia del feminismo.
Todos estos relatos de nuestras tribus twitteras de varones todavía están demasiado condicionados por las interacciones con la izquierda, el progresismo y las militantes feministas. Siguen estando presos, por oposición, de las ideas de los progres que son objeto de sus quejas. También se puede estar preso de ideas y de la fijación con ellas; de hecho, esta es una de las servidumbres más habituales y más perjudiciales. Las ideas nacidas del enojo y el resentimiento nunca son más realistas sino, habitualmente, el extremo opuesto, igual de ridículo, de las que se tenían antes. Y cuando son las que guían a quienes se involucran para resolver una situación catastrófica, suelen terminar en una catástrofe todavía peor. Mientras todo el exasperante y mediocre clima de ideas de los últimos años se va a pique, parece como si los varones jóvenes compartieran el onanismo en una cruzada por el hispanismo, la comunidad organizada, el aceleracionismo, el carácter gregario del ser nacional argentino, el liberalismo, exactamente como un nene de pecho al que su mamá ya no pudo tolerarle los berrinches y abandonó. Es tristísimo. Espero que en los próximos años no tengamos que asistir al lamentable espectáculo oriental de fragmentación en tribus fanáticas con sistemas ideológicos cerrados y extravagantes: hagoveros, morenistas, ultracatólicos, liberales, peronistas de Perón, pesimistas-decadentistas-contrarreformistas.
Soledad, delirio y abstracción; decadencia, en fin. La palabra que está en boca de todos, otra vez. De hecho, hace poco revivió otra vez el famoso y tan ventilado debate sobre la decadencia de Occidente –que nunca termina de apagarse pese a que Occidente, por desgracia, no existe más que nominalmente– porque Elon Musk hizo en Twitter un comentario sobre el libro de Spengler. Ese libro, cuya tesis general sobre la historia y las culturas no comparto y me parece exagerada, está lleno de observaciones lúcidas y constituye un documento muy interesante sobre una época de desorientación. En la Introducción, el autor dice lo siguiente, hablándole a su generación; una generación que despertaba a un mundo que, salvando las distancias, comparte bastantes características con este al que va despertándose nuestra generación:
“De aquí en adelante nadie podrá sinceramente abrigar la convicción de que hoy o mañana van a realizarse o tomar vuelos sus ideales predilectos. […] Somos hombres civilizados, no hombres del gótico o del rococó. Hemos de contar con los hechos duros y fríos de una vida que está en sus postrimerías y cuyo paralelo no se halla en la Atenas de Pericles, sino en la Roma de César. […] El hombre del Occidente europeo no puede ya tener ni una gran pintura ni una gran música, y sus posibilidades arquitectónicas están agotadas desde hace cien años. […] Pero yo no veo qué perjuicios puede acarrear el que una generación robusta y llena de ilimitadas esperanzas se entere a tiempo de que una parte de esas esperanzas corren al fracaso. […] Estamos desperdiciando enormes cantidades de espíritu y de fuerza en empresas mal orientadas. […] El europeo occidental, cuando llega a cierta edad, no tiene conciencia clara de su propia dirección. Tantea, balbucea y se desvía si las circunstancias exteriores no le son favorables”.
Y concluye con una conminación al futuro:
“Pero la labor de siglos le da por fin ahora la posibilidad de contemplar su vida en relación con toda la cultura, y de averiguar lo que puede y debe hacer. Si bajo la influencia de este libro, algunos hombres de la nueva generación se dedican a la técnica en vez de al lirismo, a la marina en vez de a la pintura, a la política en vez de a la lógica, harán lo que yo deseo, y nada mejor, en efecto, puede deseárseles”.
No recomendaría a nadie, en concreto, que se dedique a la marina. Tampoco diría que tenemos necesidad de más políticos. Pero la tónica general del pasaje, que intenta orientar a una generación perdida (el libro fue, de hecho, muy popular), es interesante. Apunta a la necesidad de un autoconocimiento realista (reténgase esto), de no perderse en fantasías masturbatorias y en el pensamiento mágico de los impotentes. Nada menos podía esperarse de un discípulo de Goethe.
La mayor parte de nuestros debates son absurdos e inconducentes. Se necesita claridad respecto de los temas que se discuten. El ruido es insoportable en la Argentina. Además de un desastre material, heredamos esquemas cognitivos paupérrimos y discusiones bizantinas de las generaciones anteriores que van a terminar por hacer que nos matemos entre nosotros. Como generación, parece como si no pudiéramos enfocar bien un solo problema real. Ortega dijo, como es bien sabido, “argentinos, a las cosas”, y esa recomendación vale para hoy también. Lo que necesitamos tiene mucho más que ver con algo que unos amigos me estuvieron diciendo en el último tiempo, evidentemente inspirados por el famoso cuento de Voltaire: cuidemos el propio jardín. Los jóvenes somos nosotros; y nosotros tenemos la tarea de mirar a la realidad y de no dejarnos engañar por lo que pensaron y dijeron, equivocadamente o no, las generaciones que nos precedieron. Si la pifiamos, las consecuencias las vamos a pagar nosotros. Dejemos que los viejos escleróticos sigan discutiendo por la industria nacional, por la oligarquía terrateniente, por las instituciones republicanas o por los valores occidentales. Aunque no quiero que nada de esto suene a una huevada buenista de hacernos amigos entre nosotros y se acabó. Existen diferencias reales. Pero todo el mundo parece darlas por sentadas; en cambio, creo que hasta que no nos aclaremos las ideas con las que nos puteamos irreflexivamente, no podemos saber bien cuáles son. Es más: es bastante probable que lo que muchos de nosotros tenemos realmente en común supere nuestras diferencias. La labor de discernir las diferencias reales, y de ver dónde están nuestros amigos y dónde nuestros enemigos reales más allá de las palabras, es mucho más sutil y más difícil que la de pelearnos por fantasmas a los gritos.
Como decía, estamos atravesando unos nuevos treinta. No faltan los clips de Blender, y especialmente de Final Feliz, para provocarnos hastío. Pero no quiero confundir al lector: esos clips no me provocan indignación moral. Esos clips me despiertan ante todo un infinito aburrimiento. ¿Todo lo que tienen para ofrecer nuestros streamers e “influencers” es eso, o las interesantísimas discusiones entre Nati Jota y Eio Moldavsky? Es aburridísimo. Se requiere un electroencefalograma chato para que eso te entretenga. Particularmente el narcisismo femenino, respecto del cual nos enseñó a ser tan acríticos la última ola feminista, es quizás todavía más aburrido que el narcisismo masculino. Suele ser: coger, poesía berreta, coger, divagar sobre aventuras masturbatorias, coger, miren cuánto cojo. Cuando se pretende un poco más sofisticado, se dicen dos cosas sobre literatura o sobre filosofía cuyo contenido real, más allá de la autocomplacencia, tiende a cero. El efecto de esa aparente sofisticación suele ser el de trivializar toda discusión de ideas seria. En parte esto es lo relevante detrás de la ideación de la longhouse, de la esfera incel-bapiana. Aprovechemos que esas pelotudeces perdieron importancia en el debate público para concentrarnos en otras cosas.
Apéndice: Trascendencia, misticismo y protestantismo – el viejo debate sobre la fe en tiempos de desorientación
Seamos serios. Es preciso notar que la principal razón por la cual el cristianismo pudo representar una excepción respecto de los dogmatismos rígidos de las otras dos religiones monoteístas es porque tiene en sí el germen del desprecio por las abstracciones vacías que los viejos típicamente quieren hacerles venerar a los jóvenes. Por algo el cristianismo es, en el fondo, la religión del Niño que vino al mundo a salvarnos. Esto es lo que tiene de noble, y esto es lo típicamente “occidental” que se ve en el cristianismo. Pero esto suele olvidarse mientras se vocifera en defensa de los valores occidentales y la democracia liberal y se insiste con la idolatría dogmática del “mercado” o de las “instituciones”. El resultado no puede ser otro que lograr que Occidente se parezca más a China que a lo que legó una supuesta “tradición occidental” siempre fetichizada. El cristianismo “verdadero” sí se trata de “dignidad humana” y de la importancia de la persona humana, del individuo. Pero no, al modo buenista, de la importancia de todos los individuos como simples ejemplares de una especie animal o como “fines en sí mismos” sin más. De hecho, la idea del cristianismo es la de que no hay nada de digno en la simple vida biológica, que tiende por su propia naturaleza a la uniformidad fúngica. Y esto último es rigurosamente cierto. Las manoseadas observaciones de Max Weber sobre la jaula de hierro de la vida moderna, las quejosas y eternas repeticiones de Foucault de ese mismo tópico, o las agudas observaciones de Tocqueville que están de moda respecto de la mediocridad y la uniformidad gris y aburrida de la democracia moderna, etcétera, deben ser vistas a la luz de que la uniformidad, la apatía y el achatamiento son la regla, y no la excepción, en la historia de nuestra especie, y que están muy lejos de ser culpa del “liberalismo”, de “la Ilustración” o de la Reforma protestante.
Ahora bien, como por desgracia es un hecho que los hombres tienen que convivir entre sí, el cristianismo “verdadero” siempre queda y quedó cubierto por una película de artificialidad política que resulta de los acuerdos que oscurecen necesariamente las intenciones y los motivos de los individuos, que son lo fundamental en todo momento. Pero esta cuestión es más simple, y es muy fácil encontrar una base común. Sobre el tema del supuesto ateísmo y materialismo diabólicos del protestantismo, piénsese lo siguiente. ¿De qué me sirve que un viejo corrupto se enriquezca a costa mío y sea adulado a costa mío? ¿No es indignante que la mismísima salvación de mi alma dependa en alguna medida del capricho de alguien que degeneró en un simple burócrata que desempeña una función institucional? ¿Y no es indignante ver que gente que ha sido quizás injusta toda la vida se crea muy viva porque algún viejo le prometió arbitrariamente la salvación eterna? Ideas semejantes a estas están en el origen de la revolución que fue la Reforma. Y en cuanto fue esto, fue algo noble que cualquiera que use la cabeza con normalidad puede comprender. En cuanto se volvió política, todo se complicó. Como siempre, cuando algo se vuelve político tiene, por desgracia y por la naturaleza de las cosas, que empezar a hacer concesiones, a distorsionar la intuición originaria en favor del cálculo de los intereses en juego y de la mediación entre ellos.
En otros términos: si lo que se busca es “vida”, “mística”, sentirse vivo y no apresado por la “atomización” y “racionalización” de la “modernidad” atea o por el “progresismo” de cuño protestante: bien, esto es comprensible. Pero no debe convertirse inmediatamente este deseo en la necesidad de una vuelta al “catolicismo” –como hacen unos–, o en un liberalismo extravagante –como pregonan otros–, o en alguna otra doctrina abstracta cualquiera. Esta confusión es precisamente donde siempre muere el deseo genuino de “mística” y de libertad, porque se presta a ser engañado por cualquier chamuyero que haga pasar por problemas ideales lo que son simples problemas personales. La fe no pasa por racionalizaciones, y esto fue así siempre en la historia humana. El ejemplo del famoso argumento de Pascal, que termina renunciando al cálculo racional y recayendo en la costumbre y el hábito, es clarísimo al respecto. Si algo mostró el progreso de la humanidad, al que la diabólica y atea Ilustración sí contribuyó, es eso: se puede tener fe, y es fundamental tenerla, pero la fe no es lo mismo que un dogma abstracto del que se hace alarde verbal.
No es necesario repetir acá que en el principio fue el Hecho, no la Palabra. También es usual que se crea por costumbre y por educación; y es perfectamente razonable y, en lo esencial, se trata de lo mismo. Si lo que se busca es realmente una orientación de la que se carece en la vida, no se la va a encontrar haciendo role-playing en redes. No es por ahí. Si toda la mística y trascendencia que el siglo XXI puede ofrecer a los occidentales es role-playing en redes, entonces son más honestos el anarquismo individualista, el nihilismo, la salida Mangione o lo que sea.
Una parte de las tribus urbanas-twitteras del post-kirchnerismo parece hoy creer que el problema es que el mundo es ateo, que la Ilustración destruyó la fe, que el liberalismo anglosajón individualista destruyó la mística del mundo, que “Dios ha muerto”. Escuchamos la viejísima idea de que la culpa es de la Reforma protestante y de su idea sobre el hombre, sobre el individuo, sobre la libertad. La culpa es de “la Ilustración” y del “liberalismo”; y después, del “neoliberalismo”. Otra vez. Y en cuanto al color local, en esta línea se ha llegado a afirmar incluso que lo que hace valioso al libertarianismo es que sí está de acuerdo con el “sentir popular”, y que es “el peronismo realmente existente” porque el kirchnerismo abandonó a las “clases populares”. ¿La virtud del libertarianismo es que ahora sí piensa en los trabajadores a diferencia de los clase-media-CNBA o del macrismo, y no es neoliberal?
La importancia del libertarianismo no está en ser una suerte de nuevo peronismo en el sentido de ser una nueva expresión de la voz popular y del ser nacional. En todo caso, si alguna identidad llega a tener el libertarianismo con el peronismo es por el lado de ser un gran y a mí qué mierda me importa que dice eso también respecto de “los trabajadores” y del peronismo. Se trata de que confiesa lo que a estas alturas ya todos sabíamos: que nadie te regala nada, que los políticos son chorros, que la vida es injusta y hay gente que tiene privilegios y los usa, y que estás por tu cuenta. Y esto, de alguna forma quizás bizarra, puede ser una virtud; sin dudas, mucha gente lo ve así. Es, a su manera, una expresión de la “vuelta a las cosas” que pretendíamos antes (y que debe auspiciarse incluso con fines más personales, en el arte y también en las ideas). Este es un poco el signo de la época. ¿Quién no prefiere a alguien que te confiesa indiferencia (y te promete satisfacer tus ansias de destrucción por la indiferencia del mundo), antes que a alguien que durante años te vende que le preocupás pero en realidad se caga en vos y se enriquece a costa tuya? Claro que la cuestión peregrina del “proyecto de país” ni siquiera está en discusión acá.
El éxito del “fenómeno Milei” que tantos quebraderos de cabeza causa entre los intelectuales progresistas se explica rápidamente por lo obvio y ya dicho mil veces: la sinceridad frente a las poses raras y las mentiras y confusiones de años y años de estupidez y deshonestidad (vicio que también infesta el arreglo institucional de las democracias liberales). La cuestión de las “ideas de la libertad” está, como siempre lo estuvo en cualquier “liberalismo” real, subordinada a ese impulso por sacudirse la rigidez de un statu quo decadente. La simplificación a veces ayuda. El asunto definitivamente no requiere racionalizaciones que hagan malabares con definiciones del protestantismo, de “la Ilustración”, del liberalismo o del catolicismo. Todo este tipo de relatos siguen en la estela del kirchnerismo cultural. Más o menos esto pasa con todos los debates de ideas del post-kirchnerismo: son una repetición de los mismos lugares comunes gastados, y el único cambio suele ser que quien los reproduce da a entender que trae alguna novedad porque ahora sí “la ve”… Pero no se entiende nunca qué es lo que se ve. ¿Que la emisión monetaria produce inflación, o que está bueno tener una macro estable, o que hay que ponerle mano dura a los chorros? ¿Estas son las grandísimas verdades reveladas, que cualquier tachero conocía desde los doce años? Habitualmente, sí; y el lector puede torturarse en vano buscando otra cosa en los tiempos del post-kirchnerismo.

Deja un comentario