La belleza como principio de lo terrible o la literatura de mujeres

Hay algo que caracteriza a las mujeres que escriben o crean: el horror o el símbolo del horror.

Pareciera que las mujeres, en nuestra expresión creativa, nos encontramos sumergidas en un mundo de simbolismos del horror que abrazamos con fascinación y provocación. Las mujeres que escriben seducen, insultan, blasfeman a través del horror, como un arma adecuada a su mano (y a su propio pecho, en muchos casos). Es como si percibieran con exactitud que la belleza, como diría Rilke, es sólo el comienzo de lo terrible: pensamiento que rompe dualidades y esquemas fijos. Ahí donde la sociedad ubica sus concepciones acerca de lo que le agrada y lo que le desagrada, donde lo social se deja configurar por convenciones que ordenan la vida, es como si las mujeres viviéramos en la paradoja y viéramos lo que se esconde en cada uno de nosotros. A ese choque entre todo lo bueno y presentable a la luz de día y lo ominoso que debería quedar oculto -estoy segura que muchas sienten en ellas mismas a lo que me refiero- está la experiencia femenina. Y cuando escribimos, eso se llama simbolismo del horror, porque la paradoja es la figura más femenina que existe y es motor de toda creación (y la lectura también es creación). Pero, ¿por qué? ¿Qué motiva ese horror que escribimos y leemos, ese horror que no nos horroriza sino que vivimos con encanto? ¿Cuáles son sus efectos en nuestra vida, en cómo vivimos? Este horror que nos liga en una, que es patrimonio identitario, paradoja que nos acerca.

Quiero (y necesito aclarar) que en este núcleo de significación hay tres puntos esenciales y característicos: en primer lugar, todas somos mujeres o nos representa la femineidad. Sin embargo, como segunda observación, es cierto que no toda mujer o representada por la femineidad está sumergida en estos simbolismos del horror. Más bien, un grupo selecto pero destacado es representado, identificado, o interpelado por este. El tercer aspecto es que el simbolismo del horror es un producto por y para las mujeres que trasciende las épocas. Jóvenes y señoras de distintas generaciones en diversas épocas, para un público femenino que es esencialmente atemporal: la poesía autodestructiva y emocional de Pizarnik, el terror cercano a nuestra intimidad de Mariana Enríquez, la locura maníaco-depresiva manifiesta e implícita en Virgina Woolf, la depresión y la lucha contra sí misma en Sylvia Plath, el sadismo con ternura y perversión en Silvina Ocampo, el paroxismo sexo-afectivo e incestuoso de Anais Nin, la intensidad patológica y el hambre que no cesa en Amelie Nothomb.

Me tomo el privilegio de nombrar a mis provocadoras del horror favoritas, pero siempre será insuficiente la nominación de todas aquellas mujeres dignas en su talento para incomodar y provocar, desde su existencialismo, una disrupción de la moral, de la salud, de lo ético y agradablemente constitutivo.

Son evidentes y espléndidas las similitudes de esta enumeración: todas ellas son mujeres. Algunas de la época victoriana, otras nuestras contemporáneas; algunas vivas, otras muertas; las oligarcas, las exiliadas, las nacionales, las extranjeras, las bisexuales, las lesbianas, las hetero-todo, las suicidas, las no-suicidas, las enfermas, las enamoradas, las desenamoradas, las histéricas y las obsesivas: mujeres que escupen y gritan sus verdades y mentiras,  mujeres que escriben para asustar con su encanto, mujeres que seducen con sus palabras tomadas al horror. Hablo de mujeres que horrorizan desde una pureza tan primitiva que es indescriptible y tampoco merece racionalización alguna. Y de nosotras, las que leemos: encantadas, fascinadas, interpeladas, identificadas, pero jamás horrorizadas. Nunca horrorizadas. 

Locura, horror y creación son una misma cosa cuando se ponen a escribir. En El peligro de estar cuerda, Rosa Montero indaga los posibles enlaces entre la locura y la creatividad; indagación de la que en cierto modo, dice ella: “Un intento de transformar el horror en algo valioso”. Búsqueda característicamente femenina. Y recuerda a las palabras de otra: “Tal vez un día llegaré a casa a rastras, abatida, derrotada, pero no mientras mi corazón pueda crear relatos, y mi dolor, belleza”, escribió Sylvia Plath, lo cual -esta es la mala noticia-  no evitó que se suicidara a los treinta años. Con lo cual deberíamos aclarar de entrada dos cosas: que el horror sea valioso no hace de la creación un acto bueno, un posible refugio que suture todas nuestras pérdidas o una acto egosintónico (de lo que hablaré enseguida). La literatura no salva a nadie: y esa es una de las verdades de Alejandra. Cuando leemos a las mujeres del horror no hay que olvidar que su creación se trata -como yo lo describo- de una real vivencia humana y no de una forma de autoayuda. Esto es super importante hoy. Lo segundo es que no reivindico ni sostengo, intento explicarme cosas. En cualquier caso, son más exactas las palabras del psicoanalista Didier Anzieu: “crear es no llorar más lo perdido que se sabe irrecuperable”. De nuevo, aquella frase de Rilke con la que comenzamos, porque el horror es sólo el producto de la belleza, son una misma cosa.

En cualquiera de estos comentarios analíticos o en aquellas literaturas, hay una raíz central: no existe concepción de lo bello sin una unificación con el dolor, la pérdida o lo terrible. Pareciera que la tesis no puede ser sostenida sin su antítesis: lo que se opone a lo bello de la literatura y arte expresivo se complementa con lo valorativamente horrendo, sea la enfermedad, el horror, el duelo. Y sin embargo, no hay autoayuda. Ya sabía Sylvia Plath que su propia derrota era inevitable, sabía que su abatido corazón es el creador de sus relatos, y su dolor, el fundador de la operante atracción de su belleza. 

El cautivador horror ha sido también una creación literaria masculina innegable en su magnitud: Kafka, Dostoyevski, Marqués de Sade, Bataille, Quiroga. Pero la figura que los eclipsa es, para mí, otra. Vladimir Nabokov no sólo produjo una literatura de encomiable saber sobre la femineidad, sino que comprendió la intersección entre el horror y la belleza que describimos al dar forma a la nínfula Lolita, inolvidable protagonista de una tragedia del horror vista y vivida desde los ojos y punto de vista de un pedófilo. No es casual su repercusión entre las lectoras y la magnitud de sus identificaciones. Porque Lolita ha sido la personificación identitaria de lo que dulcemente llamaré “las chicas”, sobre todo desde la era de digitalización creciente y la última generación de jóvenes amantes de lo terrorífico y difuso: personificación de un romance que no es romance sino abuso, y una victimaria que no es victimaria sino víctima. Lo que fascina y resulta extrañamiento comprensible es la convivencia de los opuestos complementarios entre la belleza y el horror; lo romántico y lo abusivo, víctima y victimario en un mismo personaje, se hacen presentes en resultado de una obra  donde los antónimos parecen puramente cercanos en su interpretación.

Acá voy llegando a un punto que a toda lectora le va a parecer importante tratar y quizá lo esperaba: las identificaciones. Porque ¿qué ocurre con las lectoras, qué experiencia hacemos? En el caso que tratamos, por ejemplo, ¿cuál fue el efecto en las lectoras de la difusión de esta historia nabokoviana? Lo sabemos: se desarrolló una estética tendenciosa e inquietante alrededor de esta obra; un estilo denominado “sweet”, en alusión a la doceañera Lo y su vestimenta infantil que Humbert percibía como tiernamente provocadora; un estilo “gothic” derivado de la estética femenina japonesa que replica el aspecto de las muñecas de porcelana, las características trenzas, los labios rojos, los lentes en forma de corazón, las cerezas, el globo de chicle clásico de la escena de la película de los noventa, el erotismo incómodamente prematuro. Esa estética se impuso por medio de vídeos de fanfic, publicaciones en Tumblr, chats, foros, y canciones que la divulgaron, como antes lo habían hecho las revistas de belleza femenina,, y agruparon, a través de los años, a las fanáticas de Lolita; una especie de colectividad femenina donde el fanatismo se acentuaba con la personificación de Dolores Haze -ella misma muy estéticamente“Lolita”-, incluso antes que con la producción literaria del autor en sí.

Lana Del Rey también participa del simbolismo del horror. Por eso es tan incitante, tan conmovedoramente atractiva. Ella también elaboró los tópicos de Lolita en la canción homónima, pero es más referencial sobre su relación con Nabokov en la excelentísima “Off to the races”, donde canta “Light of my life, fire of my loins”, citando una frase de Humbert en la que venera a su querida pero perturbada Lo. En Lana, por lo demás, el simbolismo del horror excede algunos temas y referencias. Es curioso, por ejemplo, cómo ha sido fuertemente juzgada por cantar a los cuatro vientos en Ultraviolence que su amante le pegó y se sintió como un beso (cosa que era, por cierto, referencia a un comentario de la sufrida y talentosa del horror Amy Winehouse): lo que parece insoportable es que el beso (lo  bello) y el horror (el golpe) parecen ser ambas caras de una misma moneda inseparables en su condición de valor. La unificación de lo antagónico es lo que constituye lo intrigante de estas mujeres, su cualidad fascinatoria, el rechazo con atracción, la bofetada recibida con gusto, que se vuelve más alarmante cuando choca con el sentido de realidad. Cualquiera podría leer estas letras y pensar: ¿cómo un golpe puede sentirse como un beso? Pero entonces deberíamos reformular, ¿realmente la belleza y el horror están esencialmente separados? Ustedes, por ejemplo, pregúntense: ¿Nunca he odiado a quién amo, y rechazado a quién deseo irresistiblemente? Sea cual fuesen las líneas temporales de estos sentimentalismos contradictorios, -que se den en simultáneo o no-, yo no sería ni la primera ni la última persona en hacer mención que es precisamente la falta la que alimenta el deseo Este lugar común nos lleva a otro, que es el deseo puede, en el peor de los casos, degradarse en una demanda odiosa.

María Félix -actriz de culto mexicana conocidísima por un magnetismo insondable que nadie supo desvelar- comentó en una entrevista hace unos años: “Cuando tú descubres el poder de tu belleza, cuando tú sabes que eres bella, si eres malvada, te vuelves más, y si eres buena, te vuelvas más. (…) La belleza intensifica: te hace malvada, hay gente bella muy malvada.” De acuerdo, pero habría que agregar que es hasta insultante reducir lo bello a la apariencia física cuando lo deslumbrante es, más bien, una naturaleza poco tangible, donde el encanto es una multiplicidad de rasgos entre los cuales el lugar menos interesante le cabe al físico, y el más influyente y sustancial a la autoconciencia de lo consabido bello. Lo que es, a su modo, terrible, una suerte de saber inaceptable. Lo creativo femenino, creo yo, nace y una es libre de asociar este encanto con lo horroroso y hacer de ello una incomodidad movilizante.

De todo lo dicho, podemos decir que ni el horror ni la belleza son dos extremos inconciliables en su encuentro, pero es el encuentro en sí lo que es producto de una inquietud predispuesta a evadirse de la norma en muchos casos. De esa predisposición nace la voluntad de encontrarnos con nuestras paradojas en un ambiente expresivo, de encontrar así una gratificación de compañerismo y hermandad cuando asumimos en nosotras el cruce entre lo valorado y lo no valorado. En este sentido de compañerismo a partir de una expresión artística, me pregunto: ¿quiénes han sido las productoras de una comunidad identitaria donde figuras como Lolita, Lana Del Rey, Pizarnik, Anais Nin, Silvina Ocampo, Sylvia Plath, entre tantas otras, se integran en una unidad, donde todas ellas forman parte de nosotras, y todas nosotras somos ellas? Esa comunidad se llama: las chicas. Y yo no creo, realmente no creo, que no existan varones de cualquier edad e incluso orientación sexual, que sean consumidores de alguna de estas referencias artísticas. Sin embargo, esta comunidad identitaria con toda su completitud y sus pasiones, es patrimonio cultural de las chicas, de las feminidades, de las mujeres, de todas ellas.

¿Será que es la feminidad la que encarna el coraje y la valentía nada temerosa de provocar, aferrar, identificar al horror como esencia innata en todo ser humano; la que dificulta menos la idea de arraigar la sensibilidad mortífera que se esconde en muchos y cada uno de nosotros; la que carece de la vergüenza, el miedo y la incertidumbre de sumergirse en una oscuridad incierta pero verdaderamente latente? Percibo que hacemos de nuestros consumos, personajes, artistas, palabras rebosantes de pulsión de muerte, la otra cara de la pulsión de vida, tan necesaria, vital, real: la hacemos propia. Y no se puede tener vida sin un engendramiento de la muerte. No me muero sin antes haber vivido, ni vivo sin el conocimiento primordial de que moriré. 

De lo que venimos diciendo se extrae que existe una conexión que encarna la feminidad con la falta de lo limítrofe, es decir, de esos límites que son preestablecidos en una sociedad para evitar tácita y forzosamente la conflictualidad de la muerte y lo que conlleva, es decir, el horror y el espanto a lo desconocido (morirnos, todos moriremos y quizá no haya nada después.) Es cierto que el horror no tiene una equivalencia única y exclusiva con la muerte. La pérdida, el amor no correspondido, lo paranormal, la perversión, la obsesión, la enfermedad, entre tantas otras, son formas multifacéticas de la perturbación humana.

Leer a Pizarnik y sentirse una en sus palabras deseosas de muerte y apego amoroso, fantasear con su relación lésbica y no correspondida con Silvina Ocampo; sentir placer en los cuentos de Silvina donde los celos acaban en homicidio o los niños son sádicos y malvados, abrazar a la protagonista melancólica de La campana de cristal y hacerla propia; sentir una repulsión adictiva en la narrativa de Enríquez, donde el terror del conurbano es mi casa, o que la carta de suicidio de Woolf a su esposo sea dominio trágico y romántico de las chicas. Es evidente que estos no son sólo rasgos de la identidad literaria de estas escritoras, sino que además, forman parte de la identidad yoica de las lectoras. 

Las lectoras de estas escritoras, en su gran mayoría, son mujeres jóvenes, algunas muy jóvenes, adolescentes, e incluso muchas están transitando la fragilidad de la pubertad, o el estadío imperioso de la escuela secundaria.

La difusión del concepto “la que lee Pizarnik”, por dar un ejemplo claro y conciso, nos habla más de las identificaciones íntimas y estéticas de la lectora, que una concepción directa a la obra de la autora. No sólo se lee para adentrarse al mundo del autor, si no que se lee para que el autor se adentre a mi mundo, me personifique y haga de mí lo que quiero que los demás vean de mi. Digo (con muchas otras): soy la que lee a los poetas malditos, soy la bruja esotérica que leyó Nuestra parte de noche, soy la que encarna la inteligencia de Miss Marple, soy peligrosamente sexual y aficionada a los diarios de Anais Nin, soy el misterio, soy la que no tiene miedo, soy Malva, la mujer que se come a sí misma en Silvina, soy la venganza de Lolita, soy la tremenda, soy la poderosa, soy la muerta de hambre con la panza llena de Amélie Nothomb, soy la cruelmente bella, soy la muerta de amor, pero también puedo ser la enferma. 

Martes, 19 de enero: Elegir: la indiferencia absoluta, o la muerte. Hoy no me suicidé porque una voz, en mí, prometió llegar a la indiferencia. (…) No puedo hacer nada: ni suicidarme, ni delirarme, ni estudiar escribir o leer, O. está lejano. De nada serviría hablarle. Estoy por estallar. He llorado mucho. Me siento enferma y anhelo enfermarme más. No veo solución. Qué digo, si ni siquiera hay una pequeña tregua. (…)

5 de octubre: Huyo de lo esencial. Estoy enferma. Desintegrada. Agotada. Casi loca, o tal vez completamente. No cuento con casi nada o nada —¿qué defensas usar ante la gran evidencia?—. Ahora bien: ¿qué hago conmigo? ¿Qué haré conmigo? (…) 

Martes, 17 de noviembre: Nada. Quiero morir. Ninguna esperanza. Jamás me animaré a suicidarme. El error está en mi propio desconocimiento. Hago planes como si yo fuera otra. Los hago para otra. Para una muchacha sana o relativamente sana. Y yo estoy enferma. Destruida.”

Estos son tres fragmentos de diferentes momentos de la vida de Alejandra Pizarnik que recogí de sus Diarios. Alejandra menciona la palabra “enferma” 107 veces en sus escritos. En la mayoría de sus expresiones, si bien el padecimiento es explícito, también lo es la certeza y la resignación que le tenía a su propia enfermedad. Como se sabe, Alejandra lamentablemente acabó suicidándose el 25 de septiembre de 1972 tras ingerir una sobredosis de 50 comprimidos de sedantes. Hoy por hoy, Alejandra Pizarnik es de las escritoras y poetas más leídas y difundidas en nuestro país, en un público sobre todo integrado por mujeres. Ha sido una engendradora talentosísima del surrealismo poético, y si bien su poesía también encarna las profundidades de su psiquismo y romanticismo, son sus Diarios los que divulgan la expresión de una enferma que se sabe enferma, y de hecho, se reafirma constantemente como tal. La egodistonía se refiere aquellos síntomas que rechaza valorativamente el yo. Un ataque de pánico, por ejemplo, porque es molesto, invasivo, intrusivo, no es mío ni me pertenece. La egosintonía, por el contrario y para que se entienda, refiere a aquellos síntomas, sentimientos, o pensamientos que van en armonía con el yo, porque se sienten propios y se vuelven identificaciones yoicas. Esto es mío y me pertenece porque soy yo y forma parte de mi. Esta, que es otra clave para pensar el horror-belleza, despierta algunas preguntas. Si bien es inútil y hasta poco ético hacer un diagnóstico presuntivo de la sintomatología de Pizarnik, si es útil y un tanto ético plantearnos cómo se relaciona, en la lectura, esta simbólica del horror-belleza que tanto nos fascina, en Pizarnik, Enríquez y otras autoras, con los efectos psicológicos que se generan en una lectura difundida y tendenciosa, sobre todo en jóvenes mujeres. Y no se trata sencillamente de una cuestión moralista o una nueva pedagogización de la lectura. Me permito desplazarme un poco del tema.

El cuerpo y las identificaciones con el mismo se refuerzan en la adolescencia y juventud. En la misma época los cánones socio-estructurales hacen muchas veces que estas observaciones corporales se vuelven compulsivas y obsesivas, incluso pasando dicha etapa de la vida. Vuelvo a los Diarios.:

“17 de febrero: Engordé mucho. Ya no debo angustiarme. No hay remedio. Es un círculo vicioso. Para no comer necesito estar contenta. No puedo estar contenta si estoy gorda. (…) 

31 de octubre, sábado: Descubro que estoy encerrada en mi habitación porque me siento gorda. De lo contrario, hubiera ido a la fiesta de H. P. Pero calculé las calorías de todo el vino que tomaría y decidí quedarme aquí comiendo. Esto es absurdo. Y son solamente tres kilos de más”

Y para pensar los problemas de la lectura, esto, que parece arbitrario: desde hace ya muchos años las chicas que padecen anorexia o bulimia tienen blogs y foros. Hoy los viejos blogs se han reconvertido en cuentas personales con la nueva generación de redes sociales (sobre todo en Twitter donde la censura es inexistente), cuentas que difunden infinidad de hilos con dietas restrictivas y fotos de cuerpos ajenos o propios que no superan los 40 o hasta 30 kilos, incluso contado por ellas mismas. Se alientan las unas con las otras con frases insultantes y despreciativas (“sos una gorda de mierda, sos una ballena inmunda”) para poder bajar mayor cantidad de peso en menor cantidad de tiempo posible. La mayoría de estas cuentas son manejadas por chicas que todavía van al colegio.

Hice prácticas en el servicio de TCA (Trastornos de la conducta alimentaria) del Hospital Borda hace unos meses como cursante de Psicopatología, y para la sorpresa de nadie, todas las pacientes que vi no sólo eran mujeres, sino que la mayoría eran adolescentes o mujeres que transitaban la juventud. Cabe aclarar que un varón de cualquier edad, de acuerdo con la evidencia psiquiátrica, está en las mismas condiciones de riesgo para sufrir un trastorno de la conducta alimentaria. Sin embargo, la enfermedad, debido a razones claramente socioculturales, como es sabido e indica la mayor parte de la evidencia, afecta en un 90% a las mujeres, y precisamente, mujeres en su tempranísima juventud. La característica de algunas de las más enfermas, quienes por más de 20 años promovieron esta enfermedad en Internet, es que no visualizan la anorexia o la bulimia como una enfermedad mental, sino que la conciben como un “estilo de vida”, e incluso hablan en códigos entre ellas, refiriéndose como “Mía” a la bulimia y como “Ana”, a la anorexia.

Para ir hacia la literarutra: Cielo Latini escribió Abzurdah, autobiografía publicada en 2006, desde un cuadro clínico de TCA y un trastorno de personalidad límite. Narra su historia de vida e idealización de la sintomatología de la anorexia desde la perspectiva de la enferma, y su obsesión por el amor a un hombre diez años mayor que ella, que conoció a través de Internet cuando tenía catorce; amor que, años después, concluyó en un intento de suicidio. Latini fue intensamente criticada y catalogada como una “fomentadora de los TCA” por la narrativa de su libro, crítica que ella recibió y a la que contestó con la desengañada advertencia de que tenía solamente dieciocho años cuando escribió Abzurdah, tiempo en que no se hallaba aún completamente en la dirección de la cura (cosa que se nota en las palabras que elige usar y en el modo de escribir Abzurdah). 

Más allá de la eticidad ridícula que pretende juzgar si una persona que sufre un trastorno mental puede escribir y publicar un libro o no si así lo quisiera, (no sería la primera ni la última), no puedo pasar por alto la repercusión que este libro trajo en jóvenes lectoras. Porque es insoslayable cómo cantidad de seguidoras de Abzurdah terminaron emulando las conductas patológicas narradas en el libro, anhelando amores prohibidos y abusivos como los que relata la escritora. Sería inaceptable también no considerar a todas esas mujeres que años después de la lectura del libro en su adolescencia o juventud, lo identificaban como un detonante de padecimientos de bulimia y anorexia, e incluso como un ideal para forjar relaciones de dependencia a raíz de una lectura idealizada y poco crítica. Pero no obstante, tampoco puedo evitar decir sobre este punto –cosa que no sólo sostengo desde mis conocimientos e ideologías, sino desde la evidencia empírica que tanto se venera en esta época– que ninguna expresión artística, como puede ser un libro, despierta una enfermedad como tal si no existe una predisposición previa a dicha enfermedad en la estructura psíquica de esa persona, o en el ambiente donde crece el sujeto, cosa que ya deberíamos acordar.

Leí Abzurdah cuando tenía trece años, y entre los trece y los quince, lo habré leído entre tres o cuatro veces. Nunca padecí un TCA ni tampoco sufrí apego dependiente en mis vínculos afectivos (y claro que mi experiencia no modifica la subjetividad de todas las experiencias de vida contadas por las otras chicas). Pero entonces, una buena pregunta sería ¿por qué leí cuatro veces Abzurdah siendo tan chica? Porque sentía una enorme atracción por la peligrosidad de su personalidad, por los límites extremos que poseían sus emociones en tanto su amor era cuestión de vida o muerte. Pero no me sentía identificada con lo que le sucedía a Cielo, no me interesaba mi peso ni las calorías de las comidas; y su emocionalidad intensa me era tan ajena que me sentía una extranjera en su caótico libro. Pero como el viajar y la locura ajena me gustan, -he aquí mis identificaciones-, leí Abzurdah cuatro veces. Eso sí, sin padecer una identificación personal con la autora, como para despejar cualquier duda respecto a la moralidad de la lectura y sobre lo que se debería o no leer, tema tan recurrente últimamente.

La mayoría de las personas desconocemos el origen y la profundidad de aquellos objetos con los que nos sentimos identificados y proyectados. Por eso, la peculiaridad de tales objetos es, más bien, un magnético horror. Digo magnético, porque en menor o mayor medida, lo hacemos y sentimos propio. Y digo horror, porque en menor o mayor medida, es sintomatológico. Si yo hubiese sido mi madre en aquel entonces, hubiese vigilado lo que leía a tan corta edad, sobre todo en una etapa de la vida donde las identificaciones del yo y la búsqueda de dicha identidad están a flor de piel.

Aún así, ¿cuáles son los límites trazables entre la prohibición o limitación de la lectura y la curiosidad de una niña o mujer en desarrollo? ¿Merece esta niña curiosa ser limitada en la exteriorización con el mundo inevitable de las palabras? ¿O estoy siendo extremista, y esa prohibición o limitación más bien puede verse como una mera regulación de la literatura en menores de edad?

Confieso que toda respuesta me resulta insatisfactoria si promueve que una mujer en su vulnerabilidad etaria no tenga la libertad para elegir las palabras que desee, por más tremendas que sean las consecuencias. Me atrevo a decir que estas mismas consecuencias, en las lectoras, devienen de cualquier manera, lea lo que lea, se trague las palabras que se trague. Porque el psiquismo está determinado más allá de los títulos, personajes, narrativas, escritores que nos asociemos o a lo que nos quieran asociar las autoridades de la moral. Más bien, será la narrativa de otros objetos de amor de mayor relevancia quienes determinen nuestra estructura psíquica. Objetos de amor que representan la función materna y paterna de nuestros primeros cuidados y que serán la influencia última de esos acercamientos y efectos de una literatura en sí. La literatura no es causa, sino móvil objeto donde se articulan esas preferencias originarias y los padecimientos.

Si tuviera una hija de unos doce años con curiosidad en las letras, no sé si le daría para leer un cuento de Silvina Ocampo, quien considero que es una de las mejores cuentistas y escritoras argentinas y ha despertado en mí una pasión irrefrenable por las palabras. 

Sin embargo, si mi hija me sacara un libro de Silvina a mis espaldas, francamente, no le diría nada; porque ni el interés por una literatura específica, ni lo que una mujer concibe como suyo, se pueden prever, anticipar o controlar. Sólo le pertenece a ella. Con su horror y su belleza.