No tuve, por una cuestión etaria, el placer -algunos dirán lo contrario- de compartir con Beatriz ningún espacio en común, ninguna discusión, ninguna charla. Mi admiración tiene como base sus libros, sus artículos, sus discusiones, sus entrevistas y su pertenencia a una generación crítica que se nos terminó de ir con ella hoy. Pero también tiene -y creo que en esto puedo coincidir con un lector de mi edad- un valor mitológico: formó parte de una camada avasalladora de intelectuales: Horacio González, David Viñas, Carlos Altamirano, Halperín Donghi, Romero, Noé Jitrik… En fin, lo que podríamos cerrar en un lugar común: popes.
El fallecimiento de Sarlo dibuja un friso con esos rostros; compone una biblioteca con sus obras; traza una línea que va desde Contorno hasta el kirchnerismo, pasando por los Golpes de Estado. Y no quiero restarle importancia a su figura -es ella a la que quisiera escribirle esto-, pero entiendo que la construcción de su generación fue, específicamente, esa idea de generación. Pensarlos por separado es difícil, casi imposible. Quizás porque la disputa (“polémica”, “posición”, “discusión”, en fin, un cúmulo de lógicas discursivas que caracterizó a estos intelectuales) supone siempre un otro, a alguien más, algo que se trasladó a cada publicación, a cada texto.
Sarlo, su partida, marca una ruptura. Y es casi poético que sea Sarlo, la señora que discutió siempre la nostalgia, la que nos deje el nudo en la garganta imaginando sus paseos, sus encuentros y su sociabilidad de antaño con ese sepia, con esa arquitectura porteña, con esa cadencia oral que oímos en grabaciones viejas que nos hacen pensar, confundir: todo tiempo pasado fue mejor.
Sarlo dijo varias veces que no. Que no extraña el pasado. Que incluso el deterioro físico era bienvenido en su vida. Lo dijo, justo, para una generación -la mía, la nuestra- que justamente siente una nostalgia desmedida incluso por lo que no vivió. Alguna vez Borges dijo (llegué a esta Cita por ella, por Sarlo) que la función de la literatura era crear un pasado ilusorio. Quizás por la postautonomía o la hiperstición (no me voy a poner técnico), esa función devino en necesidad del sujeto: creer que “Dios, Patria y Familia” es una cosa deseable, creer que el retorno a la mayúscula -viejo vicio- nos salvará, que el futuro está atrás. Nos movemos en el recuerdo del porvenir. Y Sarlo nos habló a todos, nos entendió sin usar Twitter, prescindiendo de los nuevos espacios virtuales: no extraño, dice Sarlo. Solo recuerda, a veces con alegría.
Sin embargo, no quiero escribir, tampoco, un repudio a la nostalgia, a la que debemos una de las grandes creaciones de Sarlo (que atribuyó a Borges, pero que es tan suya como de Saer): el criollismo urbano de vanguardia. Quiero decir que su fallecimiento, pasada la pena, el duelo, el shock -cómo quería Sarlo a Benjamin-, nos lega a nosotros, a nuestra generación, el ímpetu crítico, las riendas. El friso que se cierra con su muerte es la obra más importante de todos los intelectuales que formaron parte de ese cambalache siglo XX: la conciencia de formar parte de una generación, la responsabilidad de hacerse cargo de sus signos y preocupaciones, la destreza crítica para poner en juego los conocimientos y las lecturas. En fin, la certeza de que ese nosotros era una construcción, sí, pero que era sumamente real, que era un ente objetivo; no existía hasta ellos pero no podrá dejar de existir por ellos tampoco.
Su último libro, puede ser que menguado en lucidez, se preguntaba acerca de la posibilidad de lo nuevo. No se dedicó a contar anécdotas ni a revitalizar el pasado. En ningún momento hizo apología de su juventud ni de su militancia ni de su disputa contra las dictaduras. Ella seguía preguntándose por el futuro, por aquello que va a ser nuestro presente y, luego, tan luego nuestro pasado. Ahora bien, ¿y nosotros qué? ¿Vamos a hacernos cargo de lo que hizo Sarlo-Generación o vamos a seguir haciendo necrológicas a un pasado mitologizado que se nos aleja cada vez más?
Esta es una necrológica porque se nos fue la última intelectual de una generación dorada. Y, en su honor, no hace más que preocuparse por el presente y por el futuro, es decir, por nuestra generación.
