El Jockey es una prueba inquietante levantada contra la estupidez humana; contra la posibilidad -la esperanza- de poder aferrarnos a los sentidos que producimos por, sospecho, obra del destino o de la caída (se sabe, como advertían los órficos, que en esta tierra estamos sobre todo condenados a significar, a utilizar la palabra). Y la palabra atrapa al alma, la cierne a sus propios límites. Por fortuna, tal vez, diría Funes: sí, el del cuento de Borges, que recuerda y nombra todos los escorzos de una flor. Y al hacerlo, ya no puede pensar.
No sé si sentir. Porque lo real, esa afinidad que hay entre nuestras cosas y que llamamos lo real, es un magma palpitante —otro diría, una herida abierta— que sólo bajo pena de abandonar la adecuación puede señalar nuestra lengua , y eso con vastos garabatos de irrealidad. Tan bellos, tan conmovedora su compañía, que algunos la preferimos a la vida (aunque no hay distinción, pero eso queda para otro post). Digo, por fin, que si la vida es, mirá este cliché, de esta forma, inaprensible, otro tanto puede decirse del Jockey.
He leído críticas y frecuentado letterbox a morir. Las críticas -como todo en esta época- aspiran a la reducción: la opción deliciosa del rechazo o la apenas apasionada vindicación (no entendí, pero esta bueno, copado el efecto que te deja). Dejemos esto dicho ahora que es temprano: el único esfuerzo que entraña el Jockey es uno por desestructurarse. Ya voy a aclarar.
Demos un rodeo.
El cast está bien. Biscayart tal vez tenga pólvora para volar por los aires treinta veces esta película. A Ziembrowski lo detesto. Pero no me interesa eso. El único problema que irradia a todos los extremos del film (odio esta palabra y no va a volver a ser usada) es la gratuidad. La gratuidad es un aspecto que hace muy dificil distinguir gradaciones, matices. Entre lo gratuito reina la indistinción. ¿Qué diferencia sustancial existe entre la primera escena de baile —la de Remo con Abril (todos tuvimos un hermoso amor en tiempos de Adonis que se llamó Abril; no todos, por fortuna, nos llamamos Remo)—, la mostración de unos culos en danza porno, y esos backgrounds en que siempre hay alguien absurdo haciendo algo tanto más absurdo? La gratuidad no es un defecto por sí mismo, es solo un adjetivo que tiene a hacer dificil de comprender al sustantivo. Y de distinguirlo de otros. Es decir, colabora con la argamaza confusa que no puede deshilvanar esta película.
Pero vamos a aquel asunto de las estructuras. Como todo el mundo notó (mala señal), la película se corta sobre la mitad. Se sabe que por ahí comienza otra cosa y se termina con lo que estaba. Pero, ¿qué vimos hasta ahí? Ese es el asunto. Porque el espectador va probando distintas combinaciones para una cerradura que se resiste a todos su intentos. Escuchamos unos tangos de Gardel en una mesa con un bife de chorizo casi crudo, olemos los stud y pensamos: ¿Es una versión apenas folclórica de una ruda historia entre hombres tanto más rudos y argentinos? No. Vemos una inminente pareja de lesbianas y el infaltable trasvestismo ¿Es un film —te engañé— conmovido por consignas de buena consciencia política, un compromise edulcorado de mesita de café? No, error. Asistimos a los márgenes de Buenos Aires, al retrato de la marginalidad bonaerense, que no sólo se muestra (se retrata), sino que para peor habla con su voz y con su lengua ¿La película por fin se propone fines más serios, más altos, de denuncia social; emerge un escondido hilo de comentario social que la urdimbre de la ficción pura encubría? No, nada.
Y no se trata tampoco de una película distendida, con una trama delgada por decir lo menos, arbitraria por dejadez, con personajes deliberadamente planos en voz y vida, que debe recurrir a los clichés que se asocian facilmente a los egresados de la FUC —escenas de baile, musiquita más o menos copada, una opción por la nulidad y clima de esos cuarto pisos en Villa Crespo que todis conocimos—. No. Sobre todo no eso.
El espectador prueba su poder significante; prueba una y otra vez los códigos que tiene a disposición y nada le responde. Prueba lo último: ¿Será una ficción completamente alerta de su caracter artificial; una artefacto que apela a lo metaficcional para mostrar con toda evidencia que se trata de una invención, de una creación pura, producto de producto, gestado entre películas y tradiciones formales, como lo es la literatura de Aira o los mejores cuentos de Borges? Uno espera con secreto e íntimo pavor que algún personaje se digne por fin a mirar a cámara, y diga, para nuestro goce mórbido y final:
—¿Viste? Era una película. Y chau la cuarta paré.
Pero no, por Dios. Y no. Hasta la mitad hay que aguantar la rigidez de un código realista que tiene tomados los cabos de todas esas lecturas en una misma mano y se niega a ceder. Por eso no se entiende nada, fauna de letterbox. Y sin descanso se juega con el cliché: es obvio que, debajo de la virgen María, Manfredini iba a esconder su licor; es obvia su reventadez; son obvios los rostros de la pauperización. Pero no tanto como para causar la risa franca, para ser paródico, para parasitar convenciones de forma irónica. Un Quijote, digamos. Hasta el backflip cuando cae del caballo es un cliché a su modo.
El alivio casi físico que se escucha en la sala de cine llegada casi la mitad de la película corresponde a la destrucción del código realista que comienza, a golpes de martillo, a ceder ante algo más. Pero ese algo más también se va a llamar gratuidad. Hay conciencia innegable de todos los códigos y convenciones en la dirección; no son boluditos porteños con una torta de guita puesta a sus aspiraciones y deseos desde el alborada de la vida. Pero acá se habla de obras y a los autores… Dios les tenga piedad.
Manfredini debe nacer y vivir de nuevo. A nuestros oídos heréticos (somos mejores cristianos), todo recuerda a las robustas sentencias de los Santos (de San Pablo) y las sentencias de Cristo a Nicodemo. El bautismo, el bautismo, que es nacer de nuevo:
Para lavar esta tristeza
hoy llevaría cuerpo y alma
a los chorros helados
de la pampa de Achala.
A caballo iría al alba
bajo su cielo gris,
camino a una hondonada
a donde fui una vez, hace ya tanto.
Nacer de nuevo. Todos soñamos con eso. Por fin la deliberación del personaje, porque no hay nada menos gratuito en toda la película que el suicidio del personaje. En la sala del hospital vemos llegar a un cowboy que conoce a Remo desde niño. No tiene nombre: lo dice él mismo. Dios lo dejó entrar. ¿Vacilación estructural entre una opción sobrenatural y la mera y esperable locura a que debiera conducirnos la primera parte, es decir, un fantasy? En esa falta de nombre, el nombre caído, la innominabilidad comienza la sangría de esta película. Los personajes pierden rostro y nombre: en la noche en que persiguen a Remo, Osmar Nuñez, en el personaje de Luis, dice creo, literalmente, para mí todos son los mismos, no tienen cara. ¿Qué es Remo, con ese nombre? ¿Un Erdosain? Podría ser, salvo que este Remo, parece, conoce la virtud sublime del bautismo y el nacer de nuevo: Erdosain, en cambio, es un fracaso, un impotente, un proyecto de hombre con aspiraciones de neurótico.
Comienza la sangría: la película se desangra y, en la anemia inmediata, ya comienza a delirar. Remo se pesa en la balanza de la farmacia, trasvestido y en fuga de la clínica, pero en la aguja no ve modificaciones. No pesa nada. Ni siquiera los 20 gramos, creo, que se supone pesa un alma (no hay trascendencia en esta película). Ya para esta altura uno está demasiado arredrado o quizá ligeramente cansado como para proponer una lectura. Nos decimos “seguramente no esté muerto, aunque qué interesante y fatalmente aburrida hubiera sido esa alternativa”. Quizá haya enloquecido o tenga la percepción alterada, y la película se acurruque en la insana perspectiva de un monje a la Viel Temperley:
Tengo la cabeza vendada
Soy feliz, me han sacado del mundo
La posibilidad del visionario místico estaba ahí, era cuestión de tomar la carta. El resto hubiera sido patria de imágenes iluminadoras, la renovación de la percepción, quizá el mundo devuelto a una totalidad momentánea en la captura de una película poema.
Pero no.
La trayectoria del personaje es azarosa, repleta de encuentros casuales, de una colección de objetos en su cartera que producirían el azar objetivo, el sentido surrealista, si lo absurdo no fuera un motivo más en toda la película, incapaz de sostener mayor significado que ese: su mera colindancia, su casualidad. No hay ni onirismo, ni juego con el inconsciente.
Pero lo absurdo es otro bloque por sí mismo.
La imaginería de Marcos López que domina la decisión artística pierde todo poder condensador. Sin tomar la bandera de cierto culto argentinista a las particularidades culturales, lo grotesco y lo kitsch de la imagen se reduce a un jijeo ocasional, a un elemento formal dispuesto para el consumo frenético de un meme de lo pauperizado. En un horno irá escondido un conejo; en los vestuarios habrá negros rezando, gordos bestiales; en los palcos, enanos: todo iluminado con el foco lumínico palpable —deadpan— que, entre el asco y la risotada que podríamos haber tenido frente al rostro enajenado de nosotros mismos, los argentinos, nos deja con el inacabable gusto de la nada.
La película podría haber muerto con franqueza. Ascender o caer con estrépito por la espiral del delirio a una verdad más alta, surreal, menos consciente, como cuando, en efecto, se pierde la conciencia. Pero nuestro pesar, el mayor pesar para los de esta época, es el jugueteo universal. Jugar con todas las cosas, estribación mínima de un drama verdaderamente generacional: tener varios trabajos, tentar todos los caminos, decir que sí a cualquier cosa, alquilar piezas con desconocidos, todo para hacer la tarasca o sobrevivir. Al final del camino no hay luz ni, menos, una casa nuestra. Para los sectores más acomodados, este tanteo se vuelve ameno, sólo una costumbre rectora del ocio. Jugar con todo y no tomarse nada en serio. Tatuarnos en la grasita detrás del brazo: Carpe Diem, eso sí, natural, sin alardes de Garcilaso o de Góngora. Hacer poemitas cada tanto, y leer. Tener mi propia marca de ropa y capaz una agencia de moda…
Quizá incluso filmar una película. ¿Por qué no? Si es factible.
Ese jugueteo, por otra parte muy hétero, con todas las posibilidades, que rehuye a especializarse, se traduce en cinta en el toqueteo de todas las tradiciones. Porque a los ociosos no les es incompatible cierta, moderada, erudición. Una película bien hétero (con gracia leo en Página 12: Nahuel Pérez Biscayart: «Hay una necesidad de salir de lo establecido») que tiene el gusto morboso de recalar en ciertas trasgresiones. Es decir, los fines de semana, acaso, bajarse un poco los pantalones, tantear lo que tanto nos gusta, y después soltar en nombre de las buenas costumbres. Nacer de nuevo era una consigna que podría haber iluminado la trayectoria del personaje, si la metáfora hubiera dado a luz a una fuga, una desterritorialización verdadera del personaje: su temperliniana evasión a un universo de clarores, albas eternas impregnadas de sentido en la luz. Aparentemente incluso, leo por ahí:
Luis Ortega caminaba por calle cuando vio una imagen que lo transportó hasta su primer largometraje, Caja negra (2002): un vagabundo ruso muy alto vestido de mujer, con cartera, tapado de piel y botas. Lo empezó a seguir porque sintió curiosidad, y descubrió que se metía a todas las farmacias, se pesaba y salía. En un momento tomó coraje y se acercó a preguntarle qué le pasaba, a lo que el muchacho, transpirado y nervioso, respondió que en todas las balanzas pesaba cero. “No existo, pero me están persiguiendo”, remató antes de salir corriendo.
Sobre ese vagabundo, dice incluso Ortega:
me dijo ‘Peso cero kilos, no existo. Pero me persiguen’. Y se fue corriendo. Algo espectacular. Me lo crucé varias veces más y le consulté si le gustaría actuar, a lo cual me respondió que ese era un trabajo muy estúpido. Si me hubiera dicho que sí tal vez hubiera sido el protagonista, pero ahí me apareció en la cabeza Nahuel Pérez Biscayart, el único actor que podía interpretar a Remo”.
Si me hubiera dicho que sí, capaz ponía a un linyera con delirio paranoide a protagonizar la peli… pero termino filmando con Biscayart, un actor con método y todos los pergaminos. Tanteo hétero se llama eso.
Del mismo modo, se abandona la vía mística. En seguida, un juego mínimo con los procedimientos del cine de terror; la frustración de la trama policial por una elipsis.
Y peor, se abandona incluso la locura. Remo pasa a reterritorializarse en el cuerpo de Lola, en un nombre, en una especifica densidad material: en un peso en la balanza. Mató verdaderamente a quienes lo perseguían… por ningún motivo (si hay algo de Meursault, ni llega a ser tan absurdo como para mostrar lo absurdo de nuestro mundo). Antes recibió el beso imprevisto de Sirena —ante el que se desacuerda como si tuviera algún sentido. Pero no, estamos en el tanteo hétero. Suponemos entonces que la estructura de la trama ya evidenció el nacimiento, que Remo ya nació de nuevo en Lola, en un género que adoptó: en una identidad, al tiempo que todos los personajes perdían sus nombres. La película, a la par de esa identificación del personaje, abandona aparentemente sus intermitencias: como en Pasolini, los personajes vuelan o flotan o caminan por las paredes porque hay restos de lo sobrenatural —creer en el milagro— en este mundo. Pero ni causa estupor ni está tan aceptado por los demás como para caer en un cierto coso que tire para el lado del realismo mágico. Jugueteo.
Y finalmente, el desacople total. La identificación: la identidad del personaje y el género del film se diluyen en el simple delirio. La trama deja de insistir y Lola vuelve a ser Remo, vuelve a la calma del hogar hétero con restos (todavía flota y vuela) de la víspera. A lavarnos la cara y a otra cosa. Mientras, hay canas sin nombre, el personaje del cowboy como un significante totalmente vacío. Pero siempre la gratuidad de la pareja de lesbianas, la escena de sexo. Sí, lo dan a luz, pero es un absurdo que ni denuncia a lo real, ni da ganas de reir. Es absurdo con cierta culpa y un tono algo pedante: puedo jugar con el policial, con el terror, puedo incluso reversionar en la Pampa argentina la escena de picadas de un Fast and Furious.
Algunas cosas más. La película, su frivolidad y coqueteo eróticos con todo lo que se pueda tomar del cine, no se excede a sí misma: no hay una perfo verdaderamente homoerótica con todas las tradiciones y convenciones del material a lo Copi. Por si fuera poco lo que digo, la metáfora creativa del nuevo nacimiento, algo que podría haber sido motor de la ficción, se resuelve en una expresión más bien literal: Remo nace de vuelta… en un niño.
Ah.
Se trata, como dije, del jugueteo que puede —no me animo— tener, como puede que no, raíces más bien sociológicas. El ocio antecitado de las clases acomodadas argentinas (ya ni de clases se puede hablar, loco) en un entorno socioeconómico destruído en el que no se adivina cosa tal como un destino colectivo a moldear en el porvenir con las manos fogosas de las generaciones deviene en una falta de compromiso que no se vive con culpa (y que nadie, afortunadamente, reclama).
Desde tal actitud y forma-de-ser-en-el-mundo se filma echando mano, con fervor consumista, a todas las mercancías preciosas de la abuela —sus oros y sus platas— para cambiarlas en la calle Libertad por la guita necesaria de un viaje a Londres, a París o Bélgica para presentar el corto filmado, y volver siempre al departamento que papá (la última generación que pudo y supo crear riqueza), sin adivinar que me dedicaría a reventarlo a él y a su fortuna, me dejó en este lugar del mundo, el único adecuado para acomodar estos caudales irrefrenables y tormentosos que, por ser yo genio, ser lúcido y ser autor, apenas puede conener el escueto sintagma de ‘mi vida’: Chacarita. Para qué los pobres, para qué los culos, para qué el desfile militar y la marchita: el ocioso no puede quedar hierático y precisa estimulos nerviosos. Es feo tener las necesidades cubiertas: con necesidades cubiertas se alcanza el estado para nada anhelado del spleen. Esa necesidad de falopa, tecno, sexo anal, se traduce en una película codiciosa de almas, codiciosa de cosas que decir, que toma códigos y convenciones por un preservativo flashero y hasta ahí.
Quizá me exceda, pero por gracia de este ocio tan heterosexual con que nos sentimos autorizados a relevar por relevar las caras de los pobres (si no nos dan asco, los vemos a menudo, ayudamos y hasta votamos bien), a por un rato al menos no hacer sentido (si me va bien y hasta gané unos premios), a meter mano en el archivo del cine mundial para retorcerlo (que, de igual forma, nos gusta, no es que no), Buenos Aires se ha vuelto una ciudad de la diletancia, en una época en que la digitalización de la vida en su aspecto más banal (nadie ni soltar el teléfono ni escribir sin ChatGPT ni leer sin la asistencia de párrafos diminutos y generosos) elimina toda referencia necesaria al trabajo, al esfuerzo, a la producción. Para crear ficción, no hace falta trabajo porque, se sabe, ya no se escriben sonetos de endecasílabos, con dos cuartetos y dos tercetos, de rima alterna y consonante ABAB bla bla bla.
Todo esto del jugueteo puede sintetizarse bastante bien en un dato aparentemente lateral. Porque una película también es una madriguera, con sus caminos de entrada. Me refiero a la voz de Gimenez Cacho. Esa voz imposible es la clave que decifra la estructura del defraudamiento que ni más ni menos oculta esta película en su seno. Sirena, el empresario que mata porque sí, que burdamente enuncia sus cometidos artísticos sin convencernos del todo ni demostrarnos que ironiza, no es ni un mexicano intentando aproximar su aztequismo al acento porteño, ni es tampoco lo opuesto: y por algún motivo, no nos satisface ni podemos convencernos de que en ese acento indeciso haya algo así como la indeterminación.
El Jockey es, en resumidas cuentas, una película que pendula de manera tan prolija entre los extremos que, por arte de magia o con la magia del arte, escapa también a la indeterminación. Si fuera sólamente una película sin personajes ni trama, yo no tendría problema. En la literatura que prefiero, muchas veces, apenas si hay tramas y ni hablar de personajes: mínimos motivos funcionales. Personajes sin psicología. De lo que hablo acá, es de la posibilidad casi milagrosa de no decir siquiera la fuga, de no sembrar siquiera la duda, de no vacilar siquiera hasta lo imposible. Como las lluvias con sol y sin nubes de Juárroz, pero mucho menos… Más que instalar un tercero que produzca inestabilidad, el Jockey se afana con tal empecinamiento en el juego de decir y desdecirse que, al final, quizá ni siquiera escuchemos la voz. Ni el silencio.
Sospecho que quizá alguien puede haberse cansado de jugar, simplemente.
