La (De)cadencia de Occidente

Hay un tema insistente en el debate cultural de las últimas décadas: la llamada “decadencia de Occidente”, tema que viene de allá lejos y hace tiempo. 

La pregunta que podrías hacerte sería: ¿Por qué resurge? ¿Por qué se habla de esto? Bien, hay muchos motivos.

En esta época, el poder global participa de una disputa, por primera vez en mucho tiempo, entre varias fuerzas geográficas distantes que aspiran a ocupar el centro del tablero. En otras palabras, el indiscutible orden institucional y económico de occidente se está muy obviamente resquebrajando. Y los cambios tecnológicos y las migraciones a gran escala ponen, a su vez, en tela de juicio una serie de valores tan caros a nosotros y que han construído la misma idea de Occidente a partir de la posguerra fría. E inauguran una época romántica. Pero no nos adelantemos.

La vieja y querida idea de Occidente… ¿Qué fue todo eso? Un orden internacional que se instituyó con la centralidad geopolítica de la OTAN y que se moldeó sobre el Destino Manifiesto norteamericano bajo tres pilares: (neo)liberalismo, democracia y capitalismo. Con un condimento que no conviene olvidar: el espíritu nacional, el cristianismo. Puesto que no hay que dejar de lado que Estados Unidos es la nación con mayor cantidad de cristianos en el mundo. 

De este modo, constituimos un triángulo conceptual que explica bien la hegemonía internacional norteamericana primero en Occidente –desde el fin de la segunda guerra mundial– y sobre el resto del mundo cuando cayeron los últimos escombros del muro de Berlín. El reinado indiscutido de este occidentalismo habrá durado unos buenos diez años y pico hasta que un dato implosionó rápidamente el eje de sus contradicciones: los atentados a los torres gemelas. Es decir, un choque de culturas o civilizaciones que, tal como Huntington habría predicho en respuesta a la tesis de su hoy muy devaluado aprendiz, Francis Fukuyama, tiró por el desagüe la idea del fin de la historia.

Pero la década anterior fue una época gloriosa de hegemonía absoluta de los Estados Unidos. Hubo incluso muy buena música rock. Eran los buenos y liberales años de Bush padre y de Clinton, que comenzaron a resquebrajarse primero paulatinamente y luego de modo alarmante hasta nuestros días. Porque hoy esa decadencia no sólo define un estado político del mundo (todo –creeme– en el planeta se explica por esta situación), sino que determina algo así como el estado de ánimo en Occidente. Esta es la época de figuras políticas melancólicas. Porque si hay algo que caracteriza la cultura política de nuestros tiempos es la nostalgia desgarradora de un pasado mejor, y toda discusión puede resumirse en algunas definiciones cruzadas acerca de cuándo tuvo lugar, verdaderamente, esa época añorada. 

Sin embargo, nuestra propuesta trabajo –y es un llamado a la nueva generación argentina– es y será tirar por la borda esa nostalgia inmovilizante que caracteriza la mera afirmación de la decadencia de un Occidente (y una Argentina) en estado de putrefacción.

En esta estoy con el sociólogo Rouquié (léanlo): si hay algo que ha caracterizado a la modernidad ha sido la creación de creatividad del hombre, es decir, su impulso a crearse con relativa libertad a sí mismo y a lo social. No perdamos esto de vista. La llamada decadencia, por lo tanto, no es otra cosa que una cierta cadencia de los fenómenos políticos, económicos y sociales del mundo en el que vivimos.

No renunciemos al presente, jamás. La idea de decadencia es, por supuesto, conservadora y conlleva la absolutización de demasiadas verdades. Por eso mismo, no termina de revelar una cierta tendencia histórica del mundo y sus crisis: si hay algo que ha caracterizado a Occidente (y al mundo en general, para el caso) ha sido más sus crisis que la hegemonía unilateral de un sistema predominante. 

Occidente es esta cadencia de auges y declives: este vaivén creativo.

Eterna cadencia

Parece nueva la discusión sobre la preponderancia –y hasta la supervivencia– de los valores y las instituciones del orden (neo)liberal. Como si sólo ayer comenzara a resquebrajarse la Grand Strategy norteamericana que había venido dominando el tablero internacional ininterrumpidamente desde el fin de la segunda guerra mundial.

Sin embargo, la idea de la decadencia de Occidente es vieja como el hambre. Se la registra en los escritos de Julius Evola o en los Oswald Spengler. Ambos han sido conocidos por posturas reaccionarias, conservadoras radicales y hasta, algunos han dicho, fascistoides. No dejan de ser fascinantes en diversos aspectos, como no dejan de ser inaptos para todo público. A pesar de su relevancia y su pregnancia discursiva en momentos políticos diversos, este no es un material de lectura en ningún espacio académico relevante. Yo mismo me acerqué a la obra de estos estos nebulosos profetas antes que por circuitos tradicionales, por círculos intelectuales que me facilitó el ciberespacio. A ver si se entiende: existen Doctores en Ciencia Política (las mayúsculas) que desconocen absolutamente la existencia del creador de la idea de la “Decadencia de Occidente”. Ese lodo en que estamos todos manoseados.

Algunas coincidencias históricas: Spengler “predijo” o quizás profetizó que hacia el año 2000 comenzaría la caída de la hegemonía occidental. En el año 2001 volaron las torres. Curiosidades y afinidades que gustarían a Borges. Quizá más que profetizador haya sido un instigador: como se sabe, hoy por hoy Spengler es un autor convocante entre sectores islámicos radicales que no desprecian bajar alguna que otra torre. 

Volvamos, porque esto es un poco más viejo. En verdad, la idea de un Occidente (¿Cristiano?) en crisis va a cumplir más de 1000 años. Como bien se conoce, la palabra “decadencia” proviene de la historiografía francesa y remite al proceso de declive y ocaso del Imperio Romano. Algún lector con más aspiraciones de escritor diría que toda la historia del hombre opera en función de momentos históricos de crisis, sus respuestas y sus reacciones. O mejor aún, rastrearía en toda forma de historiografía (es decir, de escribir y hacer la historia) formas de definición que responden sobre todo a prismas ideológicos: no habría Historia, sino maneras de ideologizar el pasadoNuestra nostalgia es sólo un producto patológico de esta tendencia más general.

Hay muchos caminos para la memoria cuando la nostalgia, producto de un malestar general, le edulcora formas del pasado. Yo y todos lo hemos visto. El declive de nuestros tiempos que lleva a algunos a reivindicar los gulags, o admirarse de la marcialidad del tercer reich o del peronismo 100% ortodoxo, o de la sencillez de la vida campesina ¿Por qué no añorar la vida en la esclavitud hacia 1860? Seamos claros: las bondades de la vida pasada son cuestión de óptica. La vida para el dueño de una plantación de algodón era dichosa, salvo por el detalle de que no existía la vacuna contra la viruela.

La cultura nostálgica –y hablo de lo que vivimos vos y yo a diario– irradia en la política pública y conforma una respuesta conservadora de un clima de ideas sin imaginación ni capacidad de gestión. Para revertir en algo eso estamos acá. Para escapar políticamente a ideas falsas de retornos que tiñen la dimensión institucional, social y económica que hemos creado.

Pero, volvamos a lo nuestro: ¿Cuándo arranca la tan citada “Decadencia de Occidente”? Imaginemos una discusión en un espacio en Twitter o X, como se llama ahora. Habría casi tantas respuestas como emisores de sonidos vocales:

–Con la caída del Imperio Romano, dirían unos.

–La reforma protestante, claro, afirmarían con ceño fruncido otros.

–Con el ascenso del fascismo, con tono indócil, heróicos e impolutos exclamarían algunos. Y otros responderían: Con su caída. Más sobrios, más secos.

–Con la abolición de la Esclavitud, otros con soberbia y distancia.

–¿Con la crisis de 1930 o la crisis del 2008?, discutirían economistas con facilidad para el aforismo

Y en un caos general, en una batahola de gritos y opiniones babélicas: ¿Con el auge de China?  ¿La expansión de derechos laborales/sociales? ¿La democracia? ¿El keynesianismo? ¿Las migraciones masivas? ¿La expansión de la frontera tecnológica? 

Etc. Etc.

Todos estos interrogantes sobre un hecho inubicable (porque es omnipresente), esa nostalgia sobre un pasado mejor y un futuro incierto conllevan un sin fin de debates políticos que agrietan gran parte del mundo. No deja de ser un escenario que el homínido ya ha vivido en diversas ocasiones, a lo largo del tiempo, una y otra vez con diferentes matices en distintos momentos históricos. El gran imperio estadounidense se forjó sobre las cenizas de una crisis anterior: esta es la suya, su propia crisis de hegemonía geopolítica. 

Occidente, entonces, se encuentra en una nueva coyuntura histórica que puede ser sintetizada en dos grandes posiciones que constituyen su gran dilema: ¿Volvemos a un pasado mejor o aceleramos hacia el futuro?

El gran dilema de Occidente: nuestra fractura

Con el fin de la guerra fría, los estudios sobre seguridad en el mundo adoptaron el concepto de “unipolaridad” para describir la nueva distribución de poder en el mundo. Estados Unidos logró la mayor concentración económica y militar de poder internacional probablemente de su historia. Por diferentes estrategias y maniobras (internas y externas) se había consolidado como el hegemón dominante (Wright, 2015).

¿Cómo se concentra tanto poder? Por medio de dos capas intervinculadas: una “dura” (hard power) y la otra “blanda” (soft power). Es decir, sobre una estructura económica-militar indiscutible (hard), se montó un aparato político-institucional-cultural (soft) que aseguró una expansión y un sistema “pacífico” de ejercicio de poder que transformó al mundo en función del viejo y querido destino manifiesto que daba vueltas desde el siglo XVIII. Dicho aparato fue construido durante varias décadas, especialmente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la generación de los baby boomers.

Detallemos. El fin de la segunda guerra levanta dos murallas de hierro: la de la clausura soviética, por un lado, y la de la supremacía militar y económica estadounidense en el sistema internacional. Los buenos viejos años de Bretton Woods, del Fondo Monetario Internacional: seis décadas más o menos de Pax Americana, la marcha triunfal de los Estados Unidos sobre el “mundo libre” (Europa occidental, Asia oriental y el Golfo Pérsico) con un fantasma conveniente y colorado llamado Unión Soviética. Ese poderío tejió su red de instituciones internacionales –el hard power– junto con un atractivo cultural o ideológico irresistible –el soft power–, exportando en dosis industriales como la nueva cultura liberal norteamericana. Incluso siendo un poco arbitrario: es el final de las grandes orquestas comerciales y el comienzo del Bebop, las propuestas negras en la Quinta Avenida y los espacios subalternos para la improvisación musical y artística, y su inmediata exportación europea. Es Dizzy Gillespie toureando con la guita del Departamento de Estado (y frenando conflictos internacionales). El baby boom, la explosión de Hollywood en el mundo. Es, en síntesis, lo que hay cifrado en la literatura Beatnik (que se impone en los conjuntos musicales rock y la literatura de tipos tan aparentemente under como Néstor Sánchez), la geopolítica del arte: un arte que aboga por el viaje como gasto, por la proeza y la autoiluminación individual, sostenido todo en la enorme dinamicidad de la economía norteamericana bajo cuya ala surgió esa generación dorada de posguerra. Este es el primer momento de la hegemonía norteamericana.

El segundo momento de la unipolaridad comienza con el fin de la Guerra Fría. Este momento menos asombroso y más diabólico y frenético coincide con la consolidación de determinadas instituciones y una política internacional conocida como “internacionalización liberal”. Años de Clinton: años de llevar la democracia liberal al mundo, abrir y apresurar redes de comercio, expandir la OTAN, bombardear generosamente Bosnia y Yugoslavia. Todo indicaba que íbamos de lleno a una especie de gobernanza global bajo sólidas instituciones del derecho internacional. Intentar conseguirlo implicó para los Estados Unidos asumir una conducta de participación activa en la construcción de nuevas formas de cooperación internacional y la promoción de un cambio político mundial como su Gran Estrategia. ¿Les suena a algo que puede estar terminándose ahora mismo? Bien. Ya existían conatos del fin: por aquellos años se establecieron las profundas relaciones comerciales con la China post-maoísta, o sea, la China que ya no era cool ni agraria, y que nos llevó hasta acá. Y ahora resulta que también comienzan a cuestionarse los valores que fueron el mayor producto cultural de este neoliberalismo campante: las identidades globales, la búsqueda de una homogeneidad cultural “diversa” e “inclusiva”.

Es ni más ni menos que esta omnipotencia sin contrapesos lo que está de salida. La conducta contestataria, la búsqueda de equilibrios y el revisionismo acerca de las bases de sustentación de la hegemonía norteamericana son hoy tópicos comunes a lo largo del planeta, sobre todo después de la gran recesión del 2008, y debido a la sensación de vivir en una crisis inminente en varios diferentes niveles: energética, climática, etc. Vemos a diario –porque cada movida política lo indica– el modo en que Estados Unidos responde al asedio y atraviesa una fase de revisión de sus propias posibilidades y, sobre todo, de su curso estratégico en el futuro. El escenario no es sencillo tampoco: el quilombo por momentos carnavalesco al que nos tiene acostumbrados refleja el hecho de que las clases dirigentes carecen de una conciencia clara del porvenir del poder internacional, de consenso interno acerca de los objetivos y de una idea clara de identidad. A lo que se suma el cuestionamiento cuasi universal a sus instituciones políticas y de seguridad.

Sí, el primer baldazo de agua fría fueron las torres (“los sistemas de seguridad son falibles, no somos inmortales”), pero el revés final comienza en el 2008: ahí se desintegraron los cimientos económicos de la Pax Americana, y con ellos, las raíces ideológicas e institucionales. Estados Unidos no sólo enfrenta militarmente el avance tecnológico y armamentístico de China o Rusia. Tiene serios dramas internos, sostenidos dramas fiscales y económicos domésticos, entre ellos la seguridad social, la atención médica, las onerosísimas campañas a Irak y Afganistán, el financiamiento de las medidas de cuarentena, etc., que destruyen consensos hacia adentro, no sólo hacia afuera. Porque, en última instancia, para usar una palabrería marxista, es el bienestar de la población, su esperanza relativa de cierto progreso y horizontes favorables los que determinan su participación dentro del sistema y, por lo tanto, la posibilidad de conciliar –sólo después– una estrategia internacional. Es decir, ese Americano promedio que dice “we all love guns, but we also love butter”. Y parte del encanto que Trump redescubre en su discursividad es precisamente el que prometía un Estado de bienestar con un dominio incuestionable en el mundo. Make America Great Again significaría eso. Pero he ahí la cuestión del dólar: base de sustentación de todo el bienestar yankee existente que depende de su permanencia como reserva de valor internacional. O lo que se llamó la hegemonía dólar: fuente de abundancia y arma de intervención. La hegemonía del dólar como divisa internacional también parece tambalear. Acerca de este punto, a nadie se le pasó por alto el pago de los vencimientos de la deuda argentina en yuanes chinos ni los proyectos de los BRICS para implementar divisas diferentes en el comercio. 

Incluso la llamada grieta que emerge por todo Occidente es un efecto del fin de la certidumbre sobre la política exterior a la que nos dirigió el mencionado caos. En 2016, la proliferación de votantes independientes, la fiebre anti establishment y las internas de los partidos tradicionales condujeron a la asunción de Trump y, más en general, a lo que podríamos denominar el “asunto Trump”, que es una especie de grande y espectacular «desarreglo» estratégico intra-elite. Tal desarreglo fisuró los consensos respecto a la Asociación Transpacífico, el Acuerdo de París, la política global de inmigración, la ONU y otros organismos como la Organización Mundial de Comercio o el FMI.

Toda la nostalgia imaginable –que se transforma en neoromanticismo como veremos– se debe a esta indecisión respecto a qué hacer con el mundo cuando el Todo se ha vuelto quebradizo. Y todas las divisiones, fracturas y desgarramientos de la política norteamericana son sólo un síntoma muy visible de las crecientes dificultades para dar respuesta a una promesa de progreso que se ha vuelto hueca y a las transformaciones en el sistema internacional de poder. En sus aristas más veladas, este conflicto multiforme se vuelve una especie de problema ontológico occidental ¿Cuál es el contenido de nuestra fractura? Por un lado, la opción por la globalización, el desarrollo tecnológico acrecentado, la lucha contra el cambio climático, la convicción en una Política Transnacional; y, por el otro, el control del desarrollo tecnológico, la “renacionalización” de las actitudes y las bases morales y éticas al interior de los pueblos particulares y el rechazo a las medidas drásticas contra el cambio climático. La coexistencia de estas dos opciones faccionaliza la política estadounidense, pero es efecto de una nueva lógica de funcionamiento del mundo. 

En este sentido, Trump es muy claramente la consecuencia (y no la causa) de la ruptura y la inadecuación al contexto histórico de los acuerdos e instituciones mencionadas.

Hagamos, entonces, un punto: la fractura que vive la política en los países occidentales, esta cadencia caótica que excede cualquier marco doméstico, es un síntoma de la fractura del mundo actual. La grieta política entre republicanos y demócratas –quizá su emergencia más evidente– responde fundamentalmente a la caída en desgracia de las identidades e instituciones liberales: desgracia a la que, a nivel nacional, por paradójico que suene, Milei aporta y de la que participa. Reflejo todo a su vez de una profunda incerteza respecto de la Gran Estrategia.

Bien, está claro.

Para nuestra región (y para el mundo), evidentemente, la pregunta por el mañana toca dos ejes principales: ¿Qué modelos institucionales y qué acercamientos internacionales precisamos? Esto, por supuesto, en el caso de que la hegemonía liberal dominante hasta hace unos diez años haya perdido, en efecto, su prepotencia. Nosotros, los argentinos, oh juremos, ¿debemos seguir aún los pasos tambaleantes del hegemón en retroceso o pensar más allá de este hic et nunc que se advierte tan inestable y transitorio? Los coletazos de la explosión y del derrumbe nos llegan en nuestra política un poco más imbécil y siempre, siempre más radicalizada: como un jugo concentrado es la argentinidad. Pero aquel dilema le concierne a todo occidente.

De la crisis goepolítica nace una crisis de corte identitario u ontológica que explica nuestras propias vidas. Hablamos ya de neorromanticismo ¿Qué sigue más allá de la niebla? Veamos eso.

Cyberromanticismo y la ilustración oscura

De las fisuras del mundo liberal nace lo que se han llamado las «nuevas derechas», que combinan aspectos de los nacionalismos del siglo XX, herederos a su vez de las cantinelas del romanticismo exacerbado del siglo anterior. Si la cuestión internacional que desglosamos antes se puede resumir en una especie de contraste entre nacionalismo(s) vs. liberalismo(s) como mecanismos opuestos de ordenamiento nacional e internacional, la cultura política vuelve a nutrirse de la idea romántica de un pasado mejor

Porque está bien, ya hemos descrito cuál es la raíz del asunto, ya analizamos los fenómenos. Pero en este punto, la cadencia de Occidente se pone en escena entre la nostalgia y la iconoclasia, es decir, entre la racionalidad y la espiritualidad, entre el objetivismo y el subjetivismo. Se nos dirá que estos movimientos pendulares históricos y culturales que dotan de poder a diversos actores de acuerdo a la coyuntura histórica o la casualidad no son una característica singular del presente. De acuerdo, pero es indudable que asistimos a un resurgir del sentimiento por sobre la razón, de la nación sobre el cosmopolitismo y la espiritualidad sobre lo material. 

Todo lo cual indica que quizás este momento cultural sea usufructuado o manipulado por pretendidos ungidos o carismáticos del poder. No obstante, no se trata de una mera puesta en escena, una postura (algo tan adecuado al mundo de las redes), sino una parte muy real de un movimiento histórico civilizatorio de contracción en tiempos de enormes -y nihilistas- avances tecnológicos. Las mismas o similares contradicciones enfrentaron el universalismo, el (neo)liberalismo o el progresismo y que permitieron está reorientación política-cultural. Es como si, del fondo de las grietas, emergiera una especie de desencanto más duradero, más permanente y menos coyuntural que indica las deficiencias de un sistema colapsado: un desencanto con la razón, las instituciones, la ilustración, etc.

Las contradicciones del sistema (neo)liberal y progresista de las últimas décadas supuran por doquier. Y es (casi) natural. Como tantos otros momentos civilizatorios, las instituciones humanas colapsan, como los dioses y la memoria, más allá de sus logros históricos.  

El romanticismo nace, de hecho, como reacción a la ilustración. Impuso una duradera revalorización de los sentimientos por sobre la razón, implantó la verdaderamente contemporánea y resistente idea de nacionalidad como una distinción de los pueblo respecto a la universalidad del ser humano. Los hermanos Schlegel, en Athenaeum – como Soja, pero de los románticos alemanes– , vieron con nostalgia inacabable la caída de los absolutos, en plena época idealista. Y del idealismo de Fichte tomaron una radical defensa, en términos llanos, de lo espiritual por sobre lo material. Este proceso fue estructurante de las grandes revoluciones de los siglos XVIII y XIX, la creación de Estado-nación y las guerras más importantes de la historia moderna. 

Si hay algo que caracterizaría nuestros tiempos, parece ser, es un resurgimiento de esa misma nostalgia, de aquella revaloración de sentimientos como la angustia y el enojo por sobre todo dominio de la razón; y ese irracionalismo vindicado fundamenta, a su vez, el rechazo a las instituciones vigentes de gobernanza internacional. En verdad, lo que hay detrás –o debajo–, el sostén material del neorromanticismo, es la enorme extensión que ha alcanzado el ciberespacio y la intersección entre nuestra psiquis y el algoritmo. Demasiado ya se ha hablado y escrito acerca de la forma en la que las redes sociales potencian nuestras emociones de angustia y enojo, y omiten afectos más positivos, como la alegría. Interminables veces se ha demostrado que los humanos preferimos contenidos que acusen violencia o tristeza en redes sociales, por sobre cualquier imagen de bondad.

Este romanticismo, remil recauchutado pero que, bueno, es lo que es y conviene describirlo antes que indignarse, vuelve en la forma del meme. Aprovecha el formato meme, porque los memes y las fotografías son, en nuestra época, formas simbólicas de elaborar una épica romántica que busca reconstruir la idea de pasado para un futuro mejor. Sí: la foto de Trump luego de su disparo podría haber sido retratada por Delacroix. En el caso de Estados Unidos, el Destino Manifiesto es una idea elaborada durante el periodo romántico que retrata no solamente un sendero civilizatorio para Estados Unidos como eje central de Occidente, sino también su propia excepcionalidad. Como un meme, pero entonces.

De allí, que la victoria de Trump o de Milei se explique primero por una adecuada interpretación del descontento (con el otro, con el político, con el futuro) y la angustia (sin horizontes) y una atinada forma de convertirlo en un discurso y transmitirlo. Claro que hay que distinguir los medios de los fines. En tal sentido, el rol de Elon Musk y su plataforma X son fundamentales también para explicar esta victoria. La compra de Twitter fue parte no menor de la estrategia de campaña y ahora toca cosechar los buenos frutos sembrados ¿O acaso puede alguien negar o siquiera evitar pensar que la compra de Twitter fue parte de una estrategia de ingeniería social?

El mundo se fractura y el futuro está en un limbo de discusión que tiene como eje central las nuevas tecnologías de la información. Seamos serios: ¿Cómo se vincula la técnica y la tecnología con la espiritualidad? ¿Y con las emociones? ¿Qué hay de la estatalidad? Es decir que, en suma, alguien podría hacerse la pregunta correcta y decir: ¿Qué modelo de vida se está construyendo en función de las TICs? Y nosotros, ¿qué estilo de vida deseamos? 

El retorno romántico a las ideas del Estado, la Nación, los “valores tradicionales”, las formas seremoniosas de la espiritualidad y el ataque a las viejas instituciones con acceso libre a las emociones, el enojo y la angustia son un arma de doble filo. Existen actores con intereses profundamente arraigados a las organizaciones y las instituciones que están hoy en tela de juicio. No hay que olvidar que fueron los mismos cristianos los que apedrearon a muerte a Hipatia de Alejandría y dieron lugar al periodo oscurantista o los “Años oscuros”. 

Y esto, que parece un mero juego de palabras, tiene sentido si se comprenden las referencias que hoy están de moda, especialmente Curtis Yarvin (o Mencius Moldbug). Introduzcamos. Yarvin es un pensador norteamericano que ha cosechado una influencia espectacular en los últimos años, especialmente en ciertos sectores intelectuales de las Nuevas Derechas de Occidente. Pertenece a un grupo de autores “neo-reaccionarios o Alt-right” (sí se permite la escueta categorización) como Nick Land o Peter Thiel. Lo que equivale a nombrar el canon de autores de la denominada “Ilustración Oscura”, un mote que cabe muy bien al proceso que aquí estamos denominando romanticismo. Para ser francos, recomiendo ampliamente su lectura. En muchos aspectos, las críticas que realizan al sistema, especialmente al sector académico son indudablemente interesantes. No obstante, les caben también algunas críticas, cosa que parece impensable para quizá demasiados. Las ideas de estos hombres no son doctrina y tampoco está de moda, creo, importar dogmas extranjerizantes; digo, al menos no va con la época.

¿Qué se puede esperar de ahora en adelante? La geopolítica aclara la cultura y el arte. El prisma de la Ilustración oscura –la racionalización del romanticismo– sirve para indicar más o menos lo que sigue, especialmente en redes. Nuestro particular cyberromanticismo, porque el ciberespacio es un nuevo mundo, una nueva noche de la razón, un mundo salvaje atareado de mentiras, falsedades, sexo, drogas, violencia, acoso y rendimientos económico-políticos. De tal engrudo erizado, cabe la tarea a los críticos de cultura que estén en camino vislumbrar los imaginarios, los mensajes, las frases, los memes y las capturas que estén motorizando las nuevas épicas románticas tras nuestras crisis. Es preciso abordar lo oscuro de esta ilustración sin miedos y sin prejuicios. 

Mientras tanto, la democracia seguirá siendo cuestionada como son cuestionados y y están en estado crítico los espacios de socialización y culturización (niños que pasan más tiempos en Tiktok que en plazas al aire libre). E indudablemente, hay que darle la razón a Curtis Yarvin: el futuro parece encaminarse hacia una mayor centralidad de Estados que favorecerán el crecimiento de corporaciones económicas, algo como un capitalismo más parecido al de principios del siglo XX. Propio del auge de los nacionalismos. Mientras el Estado de Bienestar y el rol del sistema político sean los temas de discusión, seguirá pendulando para nosotros en el aire el interrogante sobre qué respuestas específicas dar a la crisis de partidos, de los sistemas políticos y del sistema internacional. En términos generales, la tendencia global frente a la crisis de las organizaciones supranacionales indica tal cosa, una mayor centralidad romántica de las naciones. Y el corrimiento hacia una nueva forma de estatalidad implica redefiniciones institucionales y un nuevo epicentro sociopolítico de discusión: las Kamala Harris del Siglo XXI están destinadas a perder. 

El rol de la mujer, el del varón, la sexualidad, la familia, el trabajo, la educación, la niñez, todo, todo será revisado en función de pasados nostálgicos y románticos reconvertidos a través de la imagen del meme o sus variantes. Ese es mi augurio.

Aterrizamos en un tiempo de conservadurismo social montado sobre un irrefrenable aceleracionismo tecnológico, vivido a medias en serio a medias en joda. Ese es el nuevo pacto cultural de economía política.